domingo, 17 de agosto de 2014

Análisis de El amor en los tiempos del cólera




Amores contrariados, domésticos y fatales,
amores realizados.
El amor en los tiempos del cólera.
Gabriel García Márquez.

            El amor en los tiempos del cólera representa un curioso intento narrativo en donde los aspectos sustanciales que predominan se relacionan inevitablemente con un mundo lleno de situaciones imponderables en las cuales el personaje central por excelencia, Florentino Ariza, se desarrolla y vive.  Quizás sea el sentido de la bipolaridad inmersa en un constante desenvolvimiento lúdico lo que más nos llama la atención en el momento de leer esta novela; bipolaridad que encuentra su mejor asiento en el tratamiento de los personajes que, vivos y latentes, con sus problemas y alegrías, se mueven de un lado a otro en ese universo conflictivo.  Es la imagen del anciano Juvenal Urbino con que se abre el relato en el momento en que asiste al amigo suicida y la de Florentino Ariza con que se cierra la narración en aquel simbólico viaje a través del río mítico de la vida; es la figura de Fermina Daza la cual en sí misma cumple esa doble función: esposa rebelde en el contexto de amores domésticos y amante sumisa en los últimos días de su existencia.  Estamos también ante el auto aniquilamiento de Jeremiah de Saint Amour que es cierre y conclusión en el comienzo de la obra y el suicidio de América Vicuña en las postrimerías del relato.  En fin, todo parece desenvolverse en un ir y venir que no respeta la rigurosa secuencia temporal y que se apoya en los recursos de analepsis y prolepsis para hacer válidos los inmensos saltos que el narrador se permite en la afiebrada secuencia de los hechos.
            Por todo lo anterior, Juvenal y Florentino son dos manifestaciones contrarias que cobran significación en la figura de Fermina.  A su vez, Fermina se mueve entre estos dos polos conceptuales configurando una imagen doble que ilumina a cada paso ya sea a Juvenal, ya sea a Florentino.  De la misma manera, Jeremiah representa un ejemplo de amores contrariados que pusieron su fe en la vida y que, decepcionada de ésta, decide cortar los lazos que lo unieron a la existencia; América ha depositado toda su confianza en los amores que la unen momentáneamente a Florentino —amores decididamente fatales—, y configurando la otra cara de la moneda en relación con Jeremiah opta por la muerte que la alejará para siempre del amante que la ha defraudado.
            Curiosamente los extremos comentados de la bipolaridad, como buenos extremos que son, tienen puntos vitales que los alejan, pero también elementos sustanciales que los acercan.
Deseamos retomar y profundizar los siguientes conceptos: los amores contrariados, los amores domesticados, la fuerza fatal del amor y los amores finalmente realizados.[1] Los personajes que hacen posible estas relaciones son dos hombres y dos mujeres —Juvenal y Florentino; Fermina y América—.  Florentino al ser desdeñado por Fermina siente el castigo de la separación sin entender realmente qué es lo que ha sucedido. Él también representa la historia de violento desarraigo con América Vicuña; para, finalmente, encontrar el esquivo camino de la felicidad en los brazos de la eterna Fermina Daza. Esto nos lleva a reflexionar en que si son cuatro los momentos que estos amores representan, en tres de ellos por lo menos está la figura de Fermina y también la de Florentino. En un intento de realización esquemática el resultado obtenido es el siguiente:

Amores contrariados                      Florentino y Fermina

Amores domesticados        Juvenal y Fermina
Amores fatales             América y Florentino

Amores realizados: Fermina y Florentino

En cuanto a los dos restantes personajes, sólo aparecen en un momento del planteamiento. Curiosamente la etimología de los nombres propios aquí estudiados tiene algo que decir e implica una interesante propuesta simbólica, que si no proviene del autor, resulta al menos una consecuencia estimable en lo que a términos críticos se refiere.
Florentino[2] y Fermina[3] no sólo empiezan con F de felicidad, sino que además ambos representan fuerzas contrarias que se complementan. Como lo acredita la etimología consignada a pie de página, el carácter floreciente del personaje masculino apunta en varias direcciones: no sólo en su condición adolescente inicial, sino también en su proyección posterior y en su símbolo perenne de aguardar lo imposible, como la flor que puede llegar a creerse eterna en medio de su propio carácter efímero. La delicadeza de este hombre —exteriormente feo e interiormente bello—, prevalece. Su tributo a la poesía y el perenne recurso de la escritura hablan de él como una representación válida de ese mismo amor que simboliza. Fermina, en cambio, es la firmeza, la solidez. Ella regresa con Florentino con la misma decisión con que medio siglo antes lo había abandonado. Ella le reclama a su marido porque no la ha hecho feliz y al recibir a cambio la estabilidad que su esposo le recuerda, sabe que el novio de su juventud le puede dar, a diferencia del cónyuge, felicidad en lugar de estabilidad.
En lo que respecta a Juvenal y América, sus nombres definen por contraste la verdadera condición del personaje: Juvenal —juvenil—, aparece en el comienzo de la obra como un anciano lleno de una extraña vitalidad que le ha permitido sobreponerse a los conflictos de la edad. América, con el nombre glorioso del continente, con esa carga de experiencia que la semántica del nombre implica, es tan sólo una niña madura que intenta con Florentino la imposible relación; y no imposible por la edad que los abisma, sino porque la mente y el alma del personaje “floreciente” están en otro lado, se hallan en el espacio que ocupa Fermina. América no sólo elige la salida de la muerte, sino que además presiente que todo ese amor que corroe por dentro a Florentino puede y debe ser de ella. Las circunstancias no lo quisieron así y el contexto fatal autoriza el violento contraste entre los amores domesticados y tranquilos de Juvenal y la turbulenta relación de América Vicuña. Un joven viejo y una niña anciana en lo que a términos simbólicos refiere cierran este extraño cuarteto de la relación amorosa aunque no todas las puntas llegan a tocarse: Florentino – Fermina – Juvenal surgen interconectados por la fuerza del amor que en algún momento los reúne. América y Juvenal están solos si por soledad entendemos la vivencia de la pasión que radica en un único depositario: Florentino y Fermina respectivamente.
            Desde el comienzo advertimos que los acontecimientos presentados se hallan necesariamente unidos con un pasado; en este pasado es en donde se reconoce la presencia fatal de los amores contrariados, los cuales están inevitablemente asociados al olor de las almendras amargas; dicha conexión encuentra su explicación en el contexto de la producción garciamarquiana, más específicamente en Cien años de soledad.  Por ello, los elementos conceptuales aquí ofrecidos se amarran a un ayer más o menos distante, más o menos real y por ello también la analepsis cumple un papel importante.
            AMORES CONTRARIADOS.
            En Cien años de soledad la noción de los amores que no pueden ser, la sucesión obsesiva de búsqueda incansable en el plano de la realización humana se repetía como una constante enfermiza y casi letal.  Esa perspectiva de José Arcadio Buendía (hijo) como un proto macho de proporciones descomunales se daba en relación inversa con su capacidad de procreación; en cambio su hermano, Aureliano Buendía era un hombre normal con muchos hijos. De esta manera el sexo mitificado se impone y las relaciones amorosas se condicionan a este aspecto.
            Pensamos que no es por lo anterior que los amores contrariados se dan. Al menos no sucede como factor preponderante en El amor en los tiempos del cólera.  Florentino Ariza es abandonado por Fermina Daza en aquellos amores de adolescencia que ambos experimentan. Quizás sea aquí el capricho de la mujer que condiciona el resultado.  Ella lo abandona con una decisión que parece ser inquebrantable y el proceso del amor contrariado comienza en el personaje masculino con la fuerza de lo inevitable.
            Florentino espera y según lo explica el narrador mediante una analepsis, lo hace con el convencimiento del enamorado y con la certeza de poder transformar, mediante alquimia divina, a los amores contrariados en amores realizados. Dice el narrador al respecto:
                        Florentino Ariza, en cambio, no había dejado de pensar en ella un solo instante después de que Fermina Daza lo rechazó sin apelación después de unos amores largos y contrariados, y habían transcurrido desde entontes cincuenta y un años, nueve meses y cuatro días.  No había tenido que llevar la cuenta del olvido haciendo una raya diaria en los muros de un calabozo, porque no había pasado un día sin que ocurriera algo que lo hiciera acordarse de ella.[4]
            El tiempo de la espera es, simultáneamente, real y cabalístico. Esos cincuenta y un años, representan un poco más que la mitad de un siglo y están complementados por los significativos nueve meses como término de espera y por cuatro días que cierran el proceso en un margen curiosamente mítico. Además la hipérbole se impone como figura retórica que autoriza la reflexión en torno al tema de la esperanza. ¿Es posible en términos de existencia y en el marco de la capacidad humana aguardar tanto tiempo por un amor del pasado?  El contexto narrativo de esta novela parece decirnos que sí, siempre y cuando lo interpretemos como un referente real y dejemos de lado la posibilidad inmensa del símbolo.
            Sea de una forma u otra, la verdad es que los amores contrariados se ofrecen en el término temporal ya comentado y al concluir éste se impone la perspectiva de la recuperación del amor perdido.  Y si nos dejamos guiar por la hipérbole que cierra la novela concluiríamos que la eternidad del amor es posible.
            El capitán del barco en que navegaban por el mítico río Magdalena, le pregunta a Florentino: “-¿Hasta cuándo cree usted que podemos seguir en este ir y venir del carajo?” y el personaje: “—Toda la vida—, dijo”.
            No puedo menos que detenerme en esta forma coloquial con que cierra su narración. Y menos aún puedo no recordar la manera con que el propio Cervantes cierra su Quijote:
                        “Quiero decir que se murió”
            Ese verbo de intrascendente motivación nos conduce al territorio de lo no importante al menos en apariencia. Se pretende desmitificar a la muerte en el caso del español y se autoriza una propuesta irreverente ante la eternidad del amor, en el caso del colombiano.
            Quiero observar además otra curiosa manifestación de amores contrariados que se descubre en las sucesivas conquistas amorosas de Florentino Ariza.  La búsqueda sexual incansable, la sustitución de unos brazos por otros, la entrega sin entrega sólo conduce a un vacío infinito. Es la ausencia en la presencia, es tan sólo un cuerpo, muchos cuerpos, seiscientas cuarenta mujeres que han pasado sin dejar huella alguna. ¿No es acaso este hecho una terrible manifestación de amores controvertidos? Cuando Florentino le dice a Fermina: “Me he conservado virgen para ti”, está dando la clave para que el crítico descubra aquí el sentido profundo del vacío. Parece ser que la virginidad no es cuestión de abstinencia, sino de selección en el momento de la entrega; más bien, el ser virgen no representa un problema físico únicamente, sino también un problema mental.

            AMORES DOMESTICADOS
            Fermina comparte con Juvenal la mayor parte de su vida en el marco de un matrimonio caracterizado por un permanente enfrentamiento silencioso, en el cual ambos cónyuges luchaban por predominar. Si la literatura tuviera como finalidad la búsqueda del proceso moral que conlleva al éxito de conocidas estructuras sociales, García Márquez no podría haber escrito estas reflexiones en torno al tema de la relación de pareja a partir del día de la boda; si lo hizo fue porque la consabida relación de dos seres que se aman y que deciden unirse para siempre, al menos en el siglo XX, ha caído en un proceso de desencuentro para culminar en la separación. Cuando esto último no sucede, la relación matrimonial puede continuar, pero lo hace en un marco de controvertida oposición. Dos seres que se amaron intensamente, Juvenal y Fermina. Ella ha dejado atrás la relación con Florentino para buscar la felicidad en cada día junto al hombre que ha elegido como su pareja; el narrador se detiene a contar la última etapa de la vida de ambos. El matrimonio ha durado poco más de cincuenta años, al igual que la espera del desencantado Ariza; el término temporal funciona así a manera de doble punta de lanza: la del marido y la del amante de ayer; presente y pasado se conjugan para hilvanar una historia en la que el médico exitoso cree haber ganado porque si bien no le ha dado la felicidad que tantas veces le reclamara la hija de Lorenzo Daza, sí le ha proporcionada una estabilidad continua y significativa. Felicidad versus estabilidad configuran quizás los elementos sustanciales que entran a tallar en el contexto de una relación social tan conflictiva como lo es el matrimonio.
            Decíamos que la relación de ambos resulta mediatizada por los conflictos de cada día; es esa misma cotidianidad que los ahoga. Veamos en la voz del narrador los sucesos de un amanecer cualquiera. Señala al respecto:
                        Entonces se volteaba en la cama, encendía la luz sin la menor clemencia para consigo misma, feliz con su primera victoria del día. En el fondo era un juego de ambos, mítico y perverso, pero por lo mismo reconfortante: uno de los tantos placeres peligrosos del amor domesticado.[5]
            La voz que cuenta los hechos interviene para establecer ciertas precisiones en relación con el tema del matrimonio y la relación de la pareja en el marco del mismo. Ambos están viviendo esos placeres peligrosos de los que aquí se denominan como “amores domesticados”. Todo lo dicho arranca de lo cotidiano y el episodio del jabón ausente termina de completar una de las pequeñas tragedias de este matrimonio. Si observamos la conclusión de este hecho, veremos que quien cede finalmente es el marido y que la firmeza de Fermina —ya anunciada en su nombre—, la lleva hasta el final.
                        Cuando recordaban este episodio, ya en el recodo de la vejez, ni él ni ella podían creer la verdad asombrosa de que aquel altercado fue el más grave de medio siglo de vida en común, y el único que les inspiró a ambos el deseo de claudicar, y empezar la vida de otro modo. Aun cuando ya eran viejos y apacibles se cuidaban de evocarlo, porque las heridas apenas cicatrizadas volvían a sangrar como si fueran de ayer.[6]
            Extrañamente el territorio del recuerdo mediatiza las circunstancias, las suaviza y las hace menos intensas; al funcionar el olvido ambos se asombran de que aquel acontecimiento sin trascendencia alguna haya estado a punto de separarlos; y esto sucede porque dejan a un lado el orgullo, el amor propio que fuera tan poderoso en el ayer. Esas metafóricas heridas que apenas habían cicatrizado podían volver a abrirse con la fuerza de la pasión perdida. Para evitar nuevas oleadas de sangre, ambos dejan descansar al orgullo y se entregan a un presente de conciliatoria verdad.
            Veamos otro aspecto de la relación de cada día de estos dos personajes insólitos:
                        Él fue el primer hombre al que Fermina Daza oyó orinar. Lo oyó la noche de bodas en el camarote del barco que los llevaba a Francia, mientras estaba postrada por el mareo, y el ruido de su manantial de caballo le pareció tan potente e investido de tanta autoridad, que aumentó su terror por los estragos que temía. Aquel recuerdo volvía con frecuencia a su memoria, a medida que los años iban debilitando el manantial, porque nunca pudo resignarse a que él dejara mojado el borde de la taza cada vez que la usaba. [...] (Juvenal) contribuía a la paz doméstica con un acto cotidiano que era más de humillación que de humildad: secaba con papel higiénico los bordes de la taza cada vez que la usaba. Ella lo sabía, pero nunca decía nada mientras no eran demasiado evidentes los vapores amoniacales dentro del baño, y entonces los proclamaba como el descubrimiento de un crimen: “Esto apesta a criadero de conejos”. En vísperas de la vejez, el mismo estorbo del cuerpo le inspiró al doctor Urbino la solución final: orinaba sentado, como ella, lo cual dejaba la taza limpia, y además lo dejaba a él en estado de gracia.[7]
            Sólo la literatura del siglo XX puede detenerse en la observación y análisis de motivos tan cotidianos como éste. Para hacerlo se requiere cierta calidad autoral que Gabriel García Márquez sabe manejar con acierto; y esto último lo digo no con el ánimo de alagar sin fundamento, sino con la finalidad de subrayar uno de los rasgos del estilo personal del colombiano que en numerosas ocasiones ha llamado mi atención crítica. Basta actualizar más de un momento en que como candidatos a escribir un texto cualquiera nos sentamos ante la computadora y no logramos conciliar la idea con la palabra; ésta no quiere expresar la realidad que anida en el mundo interior. En el caso del autor aquí estudiado parece ser a la inversa del ejemplo.
            Los recuerdos se vuelven vivencias por la intensidad del momento en que se han vivido. Fermina no olvida la primera vez que oyó orinar a su joven esposo y esto lo asocia con su terror por la primera noche. El lenguaje figurado apoya la exacta expresión de los conceptos. Ese “manantial de caballo” conlleva la noción que se refugia no sólo en la sinécdoque, sino también en la hipérbole con un poderoso sabor de metáfora. El agua que mana intensamente alude a fuerza corporal y da como implícita la fortaleza sexual. Pero los años, implacables aliados de la decadencia individual, fueron “debilitando aquel manantial”, transformándolo, minimizándolo en el inevitable devenir hacia el estado decrépito. Y es así que el borde de la taza mojado no pasaba inadvertido aunque el cuidadoso Juvenal lo limpiara con papel higiénico; y cuando los olores concentrados lo delataban, Fermina prorrumpía en aquellas palabras de venganza: “Esto apesta a criadero de conejos”. El narrador procede de manera cíclicamente evolutiva que va desde la juventud a la vejez, desde la plenitud a la decadencia; aun cuando estos actos de conciliación por parte del anciano pretendan paliar los hechos, igualmente se observan signos de retroceso tales como aquel que nos muestra a Juvenal orinando sentado; ésta fue la solución final.-
            Dejamos expresa constancia de que los contenidos relativos a lo que el propio narrador llama “amores domésticos” implican una carga afectiva determinada, pero al mismo tiempo nos invitan a pensar en nuestra propia experiencia y en los elementos comunes que puedan asociar nuestras vivencias con lo contado.
            La vida de estos cónyuges transcurre así. Juvenal muere al tratar de bajar al loro del árbol de mango y Fermina se siente desolada. La costumbre —que es otro de los ingredientes sustanciales de la vida matrimonial—, hace que la pobre anciana extrañe a su esposo muerto. Pero otros elementos preparan el tránsito desde los amores domesticados hasta los amores realizados. Al respecto la voz que narra comenta:
                        Durmió sin saberlo, pero sabiendo que continuaba viva en el sueño, que le sobraba la mitad de la cama, y que yacía de costado en la orilla izquierda, como siempre, pero que le hacía falta el contrapeso del otro cuerpo en la otra orilla. Pensando dormida pensó que nunca más podría dormir así, y empezó a sollozar dormida, y durmió sollozando sin cambiar de posición en su orilla, hasta mucho después de que acabaron de cantar los gallos y la despertó el sol indeseable de la mañana sin él. Sólo entonces se dio cuenta de que había dormido mucho sin morir, sollozando en el sueño, y que mientras dormía sollozando pensaba más en Florentino Ariza que en el esposo muerto.[8]
            Fermina duerme sola y siente en carne viva la ausencia. No puede creer que siga viviendo después de haber perdido la compañía de cada momento. El narrador, entregado a la vivencia de lo lúdico, juega con el verbo y su participio: “Pensando dormida pensó que nunca más podría dormir así”. El Leit motiv arraiga en el sueño y deriva hacia el sollozo. Es como dormir sin saberlo realmente, es entregarse a una muerte que deseamos que sea realmente nuestra y despertar para comprender que seguimos vivos a pesar de no desearlo así. La última parte de lo transcripto nos conduce al territorio de una revelación: Florentino ocupa el lugar de su pensamiento y el esposo muerto ha sido momentáneamente desplazado. Cuando Florentino y Fermina comienzan aquellas pláticas de los martes posiblemente ninguno de los dos se debe haber imaginado que tales encuentros terminarían en la conciliación definitiva y en el amor sereno de la última etapa.
            LA FUERZA FATAL DEL AMOR
            ¿Cómo ha concebido la literatura la fatalidad en el terreno del amor? Una respuesta absoluta es imposible; tan sólo nos podemos conformar con recordar algunas de las interpretaciones y planteamientos al respecto. El medioevo europeo y en particular el español, reserva la magia de algunos romances para explicar este contenido. “El enamorado y la muerte” y “El romance del veneno de Moriana” nos dan pautas al respecto. En el primero de ellos cuando el personaje es buscado por la muerte él pide un plazo de vida para tratar de refugiarse en los brazos de la mujer amada; junto al balcón le suplica a su amor que lo reciba a pesar de las circunstancias y cuando va subiendo hacia ella la fina seda se rompe y el enamorado es arrebatado por la muerte.[9]Todo parece indicar que cualquier tentativa por evitar lo inevitable está de más. Los problemas no surgen aquí entre quienes se aman, sino que es la fuerza ciega de la muerte quien impide la relación. En el otro romance, en el de Moriana, es la joven árabe la que decide envenenar a su novio de ayer cuando éste cínicamente la viene a convidar a sus bodas con una cristiana.[10] La muerte vuelve a surgir en este contexto, pero es aquí la autoridad fatal de la mujer quien la impone: a una traición responde con otra y si el hombre no ha de ser de ella, tampoco lo será de nadie más.
            Altamente significativo es también el ejemplo de Bodas de sangre de Federico García Lorca en donde la corriente inevitable de un pasado arrastra a un hombre y a una mujer hacia el encuentro final que será fuente de desdichas. La novia huye con Leonardo el día de su boda porque con quien había decidido casarse no conlleva las condiciones mínimas para hacerla feliz. Aquello que le dice a la suegra:
                        Yo era una mujer quemada, llena de llagas por dentro y por fuera, y tu hijo era un poquito de agua de la que yo esperaba hijos, tierra, salud; pero el otro era un río obscuro, lleno de ramas, que acercaba a mí el rumor de sus juncos y su cantar entre dientes. Y yo corría con tu hijo que era como un niñito de agua fría y el otro me mandaba cientos de pájaros que me impedían el andar y que dejaban escarchas sobre mis heridas de pobre mujer marchita.[11]
            La cita nos ubica en el terreno del inexorable destino que se yergue frente a la fuerza fatal de la muerte para propiciarla. Nada que haga el personaje le podrá dar la tranquilidad de actuar como una mujer normal; ella debe ir tras ese hombre porque así lo exige la fuerza brutal que la domina.
            En fin, por fatalismo entendemos:
                        Término polémico que los filósofos emplean habitualmente para designar la forma de necesidad que no comparten. Más exactamente, el término puede utilizarse para nombrar, no una doctrina filosófica, sino una actitud, la actitud que se abandona al curso de los acontecimientos sin intentar modificarlo y sin actuar.[12]
            Es verdad que la forma de proceder en el terreno de lo fatal se define por una especie de auto convencimiento que no tiene regreso. Y si en el caso aquí analizado no parece imponerse la fuerza fatal como condición sine qua non, al menos sí emerge el poder de la muerte y el de la terrible soledad para conducir a América Vicuña hasta la decisión final.
            Vayamos por partes. Los amores casuales de Florentino Ariza que según quedó expresado páginas antes constituían una manera de amores contrariados, nos presentan al personaje en la última etapa de estas vivencias. Han quedado atrás Andrea Varón, Sara Noriega, Leona Cassiani y la propia Prudencia Pitre; a esta última regresa después de haber conocido a América, pero lo hace por otras razones. Aparece así la joven niña, casi adolescente de quien Florentino se hará cargo por mandato de sus padres y a quien además enviará a la escuela pagando todos sus gastos. En el comienzo no es su amante; tan sólo se trata de una parienta lejana y él funciona a los ojos de la sociedad como el tierno abuelito preocupado por su inocente nieta:
                        El domingo de Pentecostés, cuando murió Juvenal Urbino, ya sólo le quedaba una, una sola, con catorce años apenas cumplidos, y con todo lo que ninguna otra había tenido hasta entonces para volverlo loco de amor.[13]
            Así están dadas las situaciones en la vida amorosa de este hombre. Él continúa esperando lo imposible y la vida le ofrece ahora una oportunidad que cualquiera en sus cabales consideraría inapropiada y hasta inmoral. Pero, curiosamente, América se enamora de él de manera consciente y total, se entrega a él con el convencimiento de una mujer de veintiocho años que tan sólo tiene catorce.
            El narrador comenta además:
                        Había venido dos años antes de la localidad marítima de Puerto Padre encomendada por su familia a Florentino Ariza, su acudiente, con quien tenía un parentesco sanguíneo reconocido. La mandaban con una beca de gobierno para hacer los estudios de maestra superior, con su petate y su baulito de hojalata que parecía de una muñeca, y desde que bajó del barco con los botines blancos y la trenza dorada, él tuvo el presentimiento atroz de que iban a hacer juntos las siestas de muchos domingos.[14]
            Si observamos los hechos narrados hasta aquí con preocupación moral más que estética censuraríamos el proceder del anciano, quien la cultiva para él: “en un lento año de sábados de circo, de domingos de parques con helados, de atardeceres infantiles con los que ganó su confianza, se ganó su cariño, se la fue llevando de la mano con la suave astucia de abuelo bondadoso hacia su matadero clandestino.”[15]
            Pero si dejamos a un lado la actitud pontificia que tiende a impregnar tantos momentos de la existencia actual, si nos olvidamos por un instante que la vida es más que una sucesión de hechos amparados por la moral, podremos ver el profundo valor del símbolo en donde leemos que los polos se encuentran nuevamente y el anciano consigue hipnotizar a una niña que, inocente, cae en sus brazos. Ella representa la última conquista del don Juan antes de ir a los brazos de Fermina; ella es la juventud que se entrega propiciatoria para encaminar a Florentino hacia la gloria que representan los brazos de la señora Daza.
            América halló en Florentino ternura, compasión, apoyo, compañía, diversión y todo esto lo confundió con el amor. Ariza sabía que la muerte estaba aguardándolo muy cerca, pero quizás no fuera esto el motivo de su preocupación central, sino más bien la certeza que lo domina al reconocer que él no quiere a esta casi adolescente, como ella lo ama a él.
            El símbolo se impone de nuevo si consideramos que la relación de ambos comienza cuando Juvenal muere; se abren así las puertas que el destino había clausurado momentáneamente y Florentino se ve libre para poder luchar por la recuperación de la mujer que había perdido hacía poco más de medio siglo.
            El telegrama que Leona Cassiani le envía a Florentino sintetiza toda la desgracia y nos introduce en el marco de la inesperada fatalidad, la cual ya se había enseñoreado de todo: “América Vicuña muerta ayer, motivos inexplicables.”[16] A la luz de los hechos y con el corazón apesadumbrado, Florentino sabía el verdadero motivo que había orillado a la joven a dar el paso definitivo:
                        Florentino Ariza respiró. Lo único que podía hacer para seguir vivo era no permitirse el suplicio de aquel recuerdo. Lo borró de la memoria, aunque de vez en cuando en el resto de sus años iba a sentirlo revivir de pronto, sin que viniera a cuento, como la punzada instantánea de una cicatriz antigua.[17]
            Cuando amor y muerte se reúnen en un solo concepto que lo envuelve todo; cuando la vida demuestra que son inútiles los esfuerzos que se realicen para conciliar los sueños con la realidad y cuando el suicidio impone su ley de hierro, sólo les queda a los sobrevivientes asumir la responsabilidad que les corresponde si actúan con el inevitable compromiso que deviene del hecho de haber estado involucrado, o —como es el caso de Florentino—, decidir que el olvido es el mejor camino. Controlar a la memoria y asumir que una postura amoral le autorizará a seguir viviendo los pocos años que aún le restan; pero — él lo sabe con convencimiento cierto—, estos pocos años son los que darán razón de su existencia cuando en los brazos de su primer amor comprenda que los otros no fueron sino alternativas momentáneas que han pasado ya para siempre. Todos los amores de Florentino han quedado relegados por la magia implacable del tiempo que pasa; pensar en ellos constituirá una forma de sufrir un poco al menos, pero la consigna será igualmente seguir viviendo.
LOS AMORES REALIZADOS
            Inmersos en las presentes reflexiones en torno al tema candente de la relación humana cifrada por el amor, llegamos al último momento planteado en la primera parte del ensayo. Hemos denominado “Amores realizados” a aquellos que consiguieron sobrevivir a pesar del tiempo y la fatalidad. Florentino y Fermina están viviendo momentos muy hermosos caracterizados en este presente de la historia por la serenidad y cierto abandono propio de todos los momentos felices.
            Florentino visita a Fermina periódicamente y poco a poco ambos van descubriendo que no sólo tienen mucho que decirse, sino que además resultan personas afines; surge entre ellos esa corriente de la simpatía que los ha de llevar hasta el final, luego que la intervención de Ofelia desencadena los acontecimientos.
            La hija mayor siente la obligación de defender el buen nombre de la familia, pero lo hace desde argumentos poco consistentes y llena de prejuicios. El narrador presenta a este personaje femenino de la siguiente manera:
                        Así fue siempre Ofelia Urbino, más parecida a doña Blanca, su abuela paterna, que si hubiera sido su hija. Era distinguida como ella, altanera como ella, y vivía como ella a merced de los prejuicios.[18]
            “Vivir a merced de los prejuicios”, aceptar que “el que dirán” puede marcar pautas en el comportamiento individual, resulta una forma de existir con cierta conciencia culpable, vivir para observar lo que piensan los otros sin darnos cuenta que nuestra conducta es y el resto de las opiniones sobran.
            En este mismo contexto de censura hacia el comportamiento materno la hija le dice a la esposa de su hermano en medio de acalorada discusión: “—El amor es ridículo a nuestra edad —le gritó—, pero a la edad de ellos es una cochinada.”[19]
            Son los prejuicios que se enseñorean del relato y se adueñan de la conciencia individual. La consigna de Ofelia  ha de consistir entonces en querer ahuyentar de la casa al veterano Ariza; pero llegó a los oídos de su madre lo que estaba ella diciendo y Fermina convocó a su hija al dormitorio, y aclara el narrador, “como siempre que quería hablar sin ser oída por las criadas”[20]. Allí, en ese espacio de intimidad reservada para la confidencia dialogan estas dos mujeres tan opuestas. Y dice el narrador al respecto:
                        La pidió repetir sus recriminaciones. Ofelia no se las endulzó: estaba segura de que Florentino Ariza, cuya fama de pervertido no la ignoraba nadie, perseguía una relación equívoca, más perjudicial para el buen nombre de la familia que las fechorías de Lorenzo Daza y las aventuras ingenuas de Juvenal Urbino. Fermina Daza la escuchó sin decir palabra, sin parpadear siquiera, pero cuando terminó de escuchar era otra: había vuelto a la vida.[21]
            Detenernos en palabras que expliquen, censuren o justifiquen lo dicho por Ofelia es una manera de dar crédito a la estupidez humana que remite siempre en estos contextos de falsa santidad; el pasado de Florentino parece inhabilitarlo —según la hija pontifical—, para la vida presente junto a su madre. Pero la madre ha recibido en este momento, la iluminación del espíritu santo o quizás de alguna otra fuerza no tan venerada, pero igualmente confiable cuando le responde:
                        —Lo único que me duele es no tener fuerzas para darte la cueriza que te mereces, por atrevida y mal pensada —le dijo—. Pero ahora mismo te vas de esta casa, y te juro por los restos de mi madre que no la volverás a pisar mientras yo esté viva.[22]
            Los hechos explican así la dura respuesta de Fermina. En breve plática con su nuera dirá: “Hace un siglo me cagaron la vida con ese pobre hombre porque éramos demasiado jóvenes, y ahora nos lo quieren repetir porque somos demasiado viejos.”[23]
            Las intervenciones de los personajes dan lugar, con cierta frecuencia en la prosa del colombiano, a reflexiones como ésta. El concepto tan moderno de gerontología y la intensa búsqueda de la medicina para aumentar la vida y, sobre todo, para hacer que la calidad de la existencia fuera cada vez mejor, arremete contra los prejuicios al respecto. Entre líneas se alude aquí a la libre determinación de la voluntad y se rechaza el espacio del asilo de ancianos como un lugar digno para que el hombre acabe sus últimos momentos[24]. Fermina ha decidido ir al encuentro de Florentino; aún no sabe realmente para qué, pero sí está convencida de que ninguna fuerza humana, ni siquiera la de esta hija inquisitorial, la alejará del hombre con quien se siente a gusto.
            Juntos deciden aquel viaje que en el marco de la novela irá pasando de la condición real a la ponderación simbólica. Irán a través del río Magdalena en un barco de la compañía, embarcación que lleva precisamente el nombre de “Nueva fidelidad”. Llueven los símbolos y la pobre condición humana arraiga en un presente que se nos escapa a cada instante. El eterno retorno de Dionisos, el mito sublime de la antigüedad griega revitalizado por la pluma irreverente de Nietzsche[25]emerge aquí como resultado de la confrontación de los sucesos: en el pasado fue la fidelidad de los adolescentes que se amaron hasta que Fermina decidió la separación; en el presente, el barco que los conduce hace referencia a una forma de aquella misma fidelidad cuando es también la mujer quien resuelve volver con el enamorado de ayer; los hechos se reiteran así, pero en este hoy no habrá reiteración posible: sólo el amor dominará.
            Uno de los primeros encuentros tiene lugar en la paz del camarote y se produce el acercamiento físico que da como resultado lo siguiente:
            Entonces él extendió los dedos helados en la oscuridad, buscó a tientas la otra mano en la oscuridad, y la encontró esperándolo. Ambos fueron bastante lúcidos para darse cuenta, en un mismo instante fugaz, de que ninguna de las dos era la mano que habían imaginado antes de tocarse, sino dos manos de huesos viejos. Pero en el instante siguiente ya lo eran. Ella empezó a hablar del esposo muerto, en tiempo presente, como si estuviera vivo, y Florentino Ariza supo en ese momento que también a ella le había llegado la hora de preguntarse con dignidad, con grandeza, con unos deseos incontenibles de vivir, qué hacer con el amor que se le había quedado sin dueño.[26]
El tiempo inexorable ha dado como resultado los cuerpos del presente. Los dos enamorados lo asumen y lo viven así. El detalle poético de las manos que se hallan y que al hacerlo son manos de viejos para dejar de serlo inmediatamente cuando el verdadero encuentro se produce. El recuerdo, implacable aliado de la vejez, permite que Fermina actualice la imagen del esposo muerto. La ausencia del ser amado dispara el mecanismo del recuerdo, y éste se caracteriza por una peculiar sublimación de los acontecimientos vividos. “Todo tiempo pasado fue mejor”[27] y los errores del ayer se olvidan al confrontarlos con la dureza del presente en donde la soledad se yergue como huésped indeseable. Pero —así lo expresa el pensamiento lúcido de Florentino—, ha llegado la hora de que la señora Daza reflexione y decida qué hacer con ese amor que se ha quedado sin dueño. No perdamos de vista el inmenso poder de la metáfora y de qué manera el narrador se apropia de un discurso poético estéticamente bello.
            Y sí, es cierto, probablemente Fermina ya sepa qué hacer con ese amor huérfano. Lo decidió en aquel despertar primero sin su esposo, en la cama, cuando se descubre pensando en Florentino y no en Juvenal.
            Llegamos al momento en que ambos están solos y juntos. El narrador arremete implacable:
                        Lo llevó al dormitorio y empezó a desvestirse sin falsos pudores con las luces encendidas. Florentino Ariza se tendió boca arriba en la cama, tratando de recobrar el dominio, otra vez sin saber qué hacer con la piel del tigre que había matado. Ella le dijo “No mires”. Él preguntó por qué sin apartar la vista del cielo raso.
—Porque no te va a gustar dijo ella —dijo ella.
Entonces él la miró y la vio desnuda hasta la cintura, tal como la había imaginado. Tenía los hombros arrugados, los senos caídos y el costillar forrado de un pellejo pálido y frío como el de una rana.[28]
            Los prejuicios no corresponden  aquí a los personajes, sino más bien al narrador que se encarga de describir el cuerpo de la mujer en donde prevalecen los senos caídos y el costillar forrado. No podemos pretender que una fémina de casi ochenta años tenga el físico de una de treinta; y Florentino lo entiende así cuando al mirarla ella era “tal como la había imaginado”.
            La voz que cuenta la diégesis continúa:
                        Hablaron de ellos, de sus vidas distintas, de la casualidad inverosímil de estar desnudos en el camarote oscuro de un buque varado, cuando lo justo era pensar que ya no les quedaba tiempo sino para esperar a la muerte. Ella no había oído nunca decir que él tuviera una mujer, ni una siquiera, en una ciudad en donde todo se sabía inclusive antes de que fuera cierto. Se lo dijo de un modo casual y él le replicó de inmediato sin un temblor en la voz:
—Es que me he conservado virgen para ti.
Ella no lo hubiera creído de todos modos, aunque fuera cierto, porque sus cartas de amor estaban echas de frases como esa que no valían por su sentido sino por su poder de deslumbramiento.[29]
La plática entre ambos está relatada por el narrador. Acude para ello al discurso indirecto y motiva así un alto grado de intervención que justifica su condición de focalizador cero de acuerdo con las categorías del relato de Gérard Genette.[30]
Además, nuevamente los acontecimientos del pasado se tergiversan: lo hace Fermina y lo lleva a cabo también Florentino. Aunque parezca mentira, ella no había oído nada sobre las múltiples mujeres de este hombre. Florentino sustentaba una cierta fama equívoca en el terreno de la sexualidad, y él contesta a Fermina con aquella oración que más que juego lingüístico parece insólito petardo lanzado al centro mismo de la verdad: “Me he conservado virgen para ti.” Es probable que este candente tema de la castidad reconocida y aceptada no sólo constituya la obsesión de algunas religiones que presumen de sublimes, sino también lo sea de la gran religión del amor. ¿Qué entendemos por virginidad?, sin ánimo de responder con referentes cargados de coherencia, lo que sí interesa es descubrir en las palabras de este incansable don Juan un sesgo de verdad: la virginidad radica así en todo lo que reservamos para la única mujer amada y que no se contamina en cada encuentro; resistió más de seiscientas cuarenta veces para llegar entera a este momento. Inmensa metáfora de enamorado, pero descollante verdad del alma que ha sufrido en cada uno de los minutos de aquellos poco más de cincuenta y dos años.
Después de sortear, desde la perspectiva de quien habla, tantas y tantas hipérboles arribamos al último momento; es aquel en el cual los enamorados han decidido continuar en una navegación sin fin para evitar las habladurías de la gente. Con la bandera del cólera izada impedirán la presencia de nuevos pasajeros. Pero el capitán Samaritano los ha de conducir en la última etapa de este mítico viaje con una obediencia inquebrantable. Según palabras de Fermina, ese capitán era el destino[31]:
            El capitán miró a Fermina y vio en sus pestañas los primeros destellos de una escarcha invernal. Luego miró a Florentino Ariza, su dominio invencible, su amor impávido, y lo asustó la sospecha tardía de que es la vida, más que la muerte, la que no tiene límites.[32]
Si en el torrente simbólico el capitán es el destino, él observa a los dos personajes, dignos sobrevivientes en el marco del relato, y ve algo en cada uno de ellos que llama nuestra atención: esos primeros destellos de la escarcha invernal indican que Fermina ha empezado a vivir sus últimos momentos de felicidad; mejor aún, ha comenzado sus vivencias felices, y por primera vez conoce al sustituto de la estabilidad que le había dado su esposo en el pasado. Al mismo tiempo, la larga experiencia en el amor de Florentino lo había conducido a través de una cadena de fracasos que parecían sustentarse en los éxitos aparentes del curioso seductor. Ante todo esto, el capitán se deja invadir por una sospecha tardía: es la vida no la muerte la que no tiene límites. Valga este pensamiento como reflexión autoral; la función del novelista consiste también en orientar al incauto lector por terrenos que su propia experiencia le han indicado muchas veces, pero quizás él (el lector) no supo o no quiso ver. A veces empleamos la expresión “sobrevivir” y con este término aludimos a una manera de seguir viviendo a pesar de las múltiples complicaciones. La vida se diversifica en opciones y se reviste con la máscara de la eternidad. La muerte se cierne sobre nosotros con un manto lúgubre que no nos deja ver su infinitud. Al decir de Eloy Urroz en Almas abatidas, quizás sea posible también “sobre morir” aludiendo con esto a la posibilidad cierta de seguir muriendo más allá de frontera terrible, más allá de las sombras de nuestro hades personal.
            CONCLUSIONES
            Los diferentes aspectos que han constituido el elemento central de este ensayo, se relacionan con el tema del amor en la novela: El amor en los tiempos del cólera. Nos hemos permitido una catalogación del citado tema de acuerdo con las nociones de controversia, sometimiento, fatalidad y realización.
            Creemos haber dejado claro que nuestra búsqueda crítica desdeña los esquemas fríos y sólo se vale de ellos para conducir al lector por los caminos reflexivos que dan luz constantemente a las nociones aquí trabajadas.
            Hablamos primero de los amores contrariados que no dejan de ser un Leit motiv en la obra del colombiano. Amores que tienen como eje central a la figura de Florentino Ariza y como elemento conceptual de apoyo a la figura de Jeremiah de Saint Amour quien enfrenta el agudo conflicto en su relación con la vida misma.
            Nos referimos luego a los amores domesticados incursionando así en el plano de la relación de pareja al mismo tiempo que analizamos los acontecimientos mínimos que de pronto llegan a convertirse en hechos de significación radical.
            En tercer término los amores fatales  resultaron expresados en los amores del personaje central con América Vicuña y en todo aquello que condicionó esta relación hasta conducirnos al momento del suicidio.
            Finalmente, los amores realizados cierran el marco de la novela con un happy end  quizás no esperado, pero extrañamente concretado en la interconexión de dos ancianos que se aman en paz y felices.
            Florentino y Fermina representan la recuperación del ideal aparentemente perdido y reencontrado en el momento que tanto había estado aguardando el primero de ellos. Quizás uno de los ejemplos más significativos en el campo de la esperanza lo recrea el narrador a través de esta novela y parece estar sintetizado en: esperar con fe profunda y confiar que el tiempo puede ser derrotado por un alma que sabe ejercitar el sublime arte de la paciencia.

BIBLIOGRAFÍA


Abbagnano, Nicola. Diccionario de filosofía, trad. de Alfredo N. Galletti, México, F.C.E., 1986.

Amado, Jorge. "Dos palabras sobre Gabo", en Homenaje a Gabriel García Márquez, selección y prólogo de Juan Gustavo Cobo Borda, Bogotá, Siglo del Hombre editores, 1991.

Balzac, Honoré de. Eugenia Grandet, dir. Equipo editorial J. Barnat, Nauta, Barcelona, 1990.

García Márquez, Gabriel. Cien años de soledad, 8a. imp., México, Diana, 1990.

........................ El amor en los tiempos del cólera, 7a. impresión, México, Diana, 1990, p. 9.

........................ Del amor y otros demonios, México, Diana, 1990.

Grinor Rojo. "El amor, la vejez y la muerte en los tiempos del cólera" en Homenaje a Gabriel García Márquez, Selección y prólogo de Juan Gustavo Cobo Borda, Bogotá, Siglo del Hombre editores, 1991.

Proust, Marcel. Por el camino de Swann I, trad. Julio Gómez de la Serna, Madrid, SARPE, 1985.



[1] Cfr., mi artículo: “Interpretación narrativa del Amor en los tiempos del cólera” en Convergencia, año 05, número 17, 1998, pp. 195-212.
[2] Florentino. Latín patronímico de florens (véase florente). Florente. Participio activo del verbo floreo (florecer) el floreciente, el que está en flor; en sentido metafórico, el que está en la cumbre de la gloria y el poder. (Gutierre Tibon. Diccionario etimológico comparado de nombres propios de persona, México, F:C.E., 1996, p. 104.
[3] Fermina. Latín firminus, patronímico de Fermus o Firmus. Firmus. Firme en sentido físico y moral, de donde fuerte, sólido, duradero. (Ibidem, p. 101.)
[4] Gabriel García Márquez. El amor en los tiempos del cólera, México, Diana, 1990,, p. 63.
[5] Ibidem, p. 36.
[6] Ibidem, p. 39.
[7] Idem.
[8] Ibidem, p. 62.
[9] Ramón Menéndez Pidal. Flor nueva de romances viejos, México, Espasa Calpe, 1973 (Col. Austral # 100), pp. 63-64.
[10] Ibidem, pp. 125-126.
[11] Federico García Lorca. Bodas de sangre, tomo II, México, Aguilar, 1991, p. 796.
[12] Abbagnano, Nicola. Diccionario de filosofía, trad. de Alfredo Galletti, México, FCE., 1989, p. 524.
[13] Gabriel García Márquez. El amor en los tiempos del cólera, p. 296.
[14] Idem.
[15] Idem.
[16] Ibidem, p. 364.
[17] Ibidem, p. 365.
[18] Ibidem, p. 350.
[19] Ibidem, p. 351.
[20] Idem.
[21] Idem
[22] Idem
[23] Idem
[24] Curiosamente recuerdo el espacio del hogar de ancianos en El extranjero de Albert Camus, en donde la madre del personaje central conoce la felicidad del amor en brazos de aquel anciano acongojado que acompaña el cadáver de la mujer con quien fuera feliz. Y es probablemente éste otro mensaje subliminar en donde se sugiere que el amor es la única fuerza que puede salvar al hombre. Meursault no ama, por eso se pierde; su madre supo amar a pesar de la edad y a pesar del tiempo ingrato que corroe y destruye.
[25] Cfr. Friedrich Nietzsche. El nacimiento de la tragedia, trad. de Andrés Sánchez Pascual, Madrid, Alianza editorial, 1985, [El libro de bolsillo].
[26] Gabriel García Márquez. El amor en los tiempos del cólera, p. 357.
[27] En Las coplas por la muerte de su padre de Jorge Manrique se impone la vivencia de un pasado que siempre domina en relación con el carácter inmediato y terrible del presente vivido. Por ello quizás, cuando Fermina recuerda también olvida; actualiza sólo algunos acontecimientos y posterga otros porque conmueven su corazón y despiertan su tristeza.
[28] Gabriel García Márqeuz. El amor en los tiempos del cólera, p. 368.
[29] Idem
[30] Cfr., Gérard Genette. Figures III, Paris, Seuil, 1972.
[31] Gabriel García Márquez. El amor en los tiempos del cólera, p. 361.
[32] Ibidem, p. 378.