miércoles, 30 de julio de 2014

Calipso, la ninfa despreciada.




Los olvidados
 (Cuentos)
 
Calipso, la ninfa despreciada.
(820 a. C. — )

Siento latir en mi corazón
el gesto amargo que el pasado me envía.
Más allá de los hombres están los dioses
soberanos; ellos viven y sueñan,
desean cumplir con un fervor reverente
el papel que el hado les ha impuesto.
Pero, ¡oh destino ingrato que mueves los hilos
a tu antojo!, ¿por qué te empeñas en desviar hacia
la ruta de las sombras los claros senderos
de tus hijos?


¿Han reflexionado alguna vez sobre la soledad de los dioses? La infinita grandeza que los reviste proyecta su figura eterna en el espejo imperfecto de la vida y allí puede contemplarse de qué manera, en el mar de la existencia, hay olas más violentas que otras que marchan a su antojo por las corrientes terrenales.
     A Calipso y a Odiseo los une el mar inmenso; los une y los forja en destinos contradictorios y sangrientos. Ella, desde la isla Ogigia en que habitaba y él, desde su regreso azaroso por el ponto inmenso el cual reservaba —para su prepotencia varonil— obstáculos difíciles de sortear. Ambos buscaron con ahínco la felicidad que les permitiera ser individuos realizados más allá de cualquiera otra circunstancia.   Antes de que apareciera en su existencia Calipso, Odiseo sólo pensaba en la lejana Ítaca, en Penélope y en su hijo Telémaco. Este tríptico sagrado estaba en su corazón y había arraigado de tal manera que no pasaba un solo día de su estancia terrenal sin detener su pensamiento en ellos.
     Cuando el héroe naufragó en la isla misteriosa, Calipso le ofreció su generosa hospitalidad y lo alimentó con los manjares que sólo los dioses consumían. Odiseo no olvidó su objetivo último, pero sí se dejó consentir en los brazos de la ninfa, quien mediante promesas pretendía vanamente conservarlo a su lado.
     Calipso era la hija del poderoso Atlante y vivía en ese territorio rodeado por el mar infinito, acompañada únicamente por su servidumbre y algunos dioses que de vez en vez la visitaban para distraer sus ocios y disfrutar de la belleza que el paisaje —generoso sin reservas— ofrecía a sus ojos.
     La imagen de Calipso llega a mí a través de siglos de historia mitológica en donde la envidia, la rivalidad y el rencor han hecho su terrible cosecha. Ella me recuerda el modelo universal del amor contrariado por efecto del destino; es una mujer —aunque diosa imperfecta también— que ha sufrido por culpa de los hombres y que ha vivido la ingente contradicción de ser fémina en territorio sólo habitado por el macho humano. Dido, Cleopatra, Calpurnia y tantas otras saben del egoísmo del hombre que vertiginosamente ama, disfruta y olvida.
     Era una bella mujer y cuando me detengo a pensar en su físico perfecto mi corazón brinca de emoción incontenible. La veo ahí, cerca, muy cerca de mi pluma indagadora y no puedo menos que describir su belleza.
     La blancura de su cuerpo, la delicadeza de sus manos, el rubio cabello ensortijado, sus senos perfectos en donde rosados pezones irradiaban luz y despertaban al deseo, sus rodillas dispuestas a transitar por los largos senderos de la idea, sus pies envueltos en sandalias de oro, sus ojos, su boca, su sexo. Todo en ella era paz y alegría.
...
— La gente que me rodea sabe de mi soledad y trata de consolarme con fiestas vacías. Danzan a mi alrededor doncellas que el padre Atlante me ha enviado; tañen instrumentos de cuerda ejecutantes eternos de la música y cuando quiero dejarme llevar por el sonido hechicero una voz me recuerda que en mi vida falta la luz del amor.
Esta gruta en la que habito tiene todo lo que un ser viviente puede desear: la parra que oculta la entrada de miradas indiscretas, la verde pradera que la circunda sembrada del oloroso perejil y de los lirios fugaces, los cuatro riachuelos que riegan sin cesar los campos sedientos y, sobre todo, los bosquecillos con plantíos de robustos olmos, chopos estilizados que apuntan al cielo de cada mañana, multicolores álamos y pequeños cipreses que beben a orillas del río el alimento cotidiano.
Pero de manera muy especial, me maravillo y me lleno de emoción al contemplar los hermosos lirios que emergen entre las ramas de sus plantas como una fiesta de color y alegría; los hay de todos los matices: el verde tenue, el blanco pálido que mucho se acerca al amarillo, el intenso morado, el naranja jaspeado aquí y allá por sutiles manchas de color negro. Todo, todo esto llena mi alma y da luz a mi corazón. Pero esa luz no parece ser suficiente, porque cuando me alejo del paisaje y me sumerjo en el misterio de mi gruta, algo adentro, muy adentro, me grita que mi físico, mi alma, mis entrañas necesitan más.
Hoy he recorrido mi cuerpo con dedos ansiosos que lo exploran; toqué delicadamente mis senos frágiles y mis manos contemplaron mi organismo desnudo con una ansiedad sin límites; los vellos de mi pubis son rubios como lo son también los cabellos que trenzados diariamente iluminan mi cabeza.
Y he llegado hasta mi intimidad de mujer en donde domina un profundo silencio; mi clítoris —más sensible hoy que nunca— recibe las caricias de mis dedos y se contorsiona bajo el efecto del placer solitario.
...
     Calipso estaba acostumbrada a la grandeza de su origen y, aparentemente, se sentía muy bien en la bella isla de sus sueños; pero los arrebatos oníricos que noche a noche la perseguían sin enfado le anunciaban que la desgracia del ser vivo nunca amengua; por el contrario, puede ser mayor que lo que ha sido.
     Soñó con un hombre triunfador, prepotente y altanero que llegaba a su encuentro; que comía de las olorosas uvas en la entrada de la isla; que bebía el dulce néctar de los dioses y saboreaba el vino apacible que manos y pies diligentes habían preparado para ellos.
     Ese hombre se inclinaba ante su cuerpo y la besaba, la besaba con un beso infinito que unía sus labios sedientos de lujuria. Le prometía amor eterno y, de pronto, la imagen de ese individuo se perdía en medio de una nube arrebatadora y cruel.
     Lo que Calipso no sabía era que los dioses le tenían preparada una tregua para su soledad. Cuando llegó Odiseo ella lo recibió con curiosidad y, su carácter hospitalario  —así lo había aprendido de las divinidades— brindó protección, alimento y amparo al forastero. Un día, sin saber el porqué ni el cómo, se descubrió perdidamente enamorada de ese hombre de piel blanca quemada por el sol de tantos amaneceres.
     Se entregó a él sin contemplaciones. Lo amó con la intensidad que sólo puede amar un corazón herido de muerte por la soledad e inundado por el inmenso deseo de volver a latir al unísono con otro corazón.
     Odiseo llegaba hambriento y desgastado por el largo suplicio del exilio. Había cumplido con el objetivo primero de su empresa: destruir a Troya. Aún resonaba en sus oídos el eco del relincho funesto del caballo artificial que había sido engendrado por su ingenio magnífico.
     Sentía en sus entrañas el vibrar de la victoria; pero la enemistad con Poseidón resultó nefasta. Ahora sólo le quedaba buscar refugio en la isla Ogigia para meditar con calma su retorno.
     Los brazos de Calipso recibieron al recién llegado más con pasión que con amor, más con lujuria radiante que cariño verdadero, con mayor entrega carnal que realización auténticamente sensible. Pero poco a poco los sentimientos y actitudes de la diosa fueron cambiando y en su futuro vio la posibilidad que ella creía real — ¡pobre marioneta en manos del caprichoso destino!—, de tener un hogar en esta misma isla donde había vivido tan sola.
     Le dijo a Odiseo que le daría la vida eterna si se quedaba con ella para siempre y que lo haría feliz, inmensamente dichoso, con toda esa ternura que durante años había guardado únicamente para él.
     El héroe pareció aceptar la tentadora oferta aun cuando en lo más oculto de su condición de padre y esposo una voz le indicaba que debía alejarse.
     A las noches de desenfrenada pasión en brazos de Calipso seguían los amaneceres llenos de añoranza. Dejaba a la diosa en el lecho y se iba a la orilla del mar, y allí contemplaba el horizonte, miraba hacia el infinito y columbraba lejos, muy lejos a Ítaca, a Penélope y al inocente Telémaco. Sus ojos no podían contenerse en estos momentos y comenzaba a llorar con una ternura contrastante con su pecho de varón indomable.
     Una de esas mañanas vio o creyó ver en la calma infinita del océano recóndito una mujer que lo llamaba; se parecía a Penélope, pero no era ella; en realidad era semejante a una troyana que había conocido en Ilión y a la que hubiera llegado a amar si el recuerdo de su cónyuge no se lo impidiera. Le mostraba su cuerpo desnudo de la cintura hacia arriba y tenía los senos equilibrados y perfectos. Y esos pechos no eran pechos sensuales de mujer, sino fuente inmensa en donde alguna vez había amamantado; más que los senos de su madre recordó los de Euriclea y su llanto se redobló aún más. Había dejado hacía ya muchos años la tierra querida y el camino del mar lo podría llevar de regreso, pero para conseguirlo necesitaba derrotar la ira de Poseidón.
     En medio de sus cavilaciones su corazón latía con intensidad creciente; notaba más que nunca el abismo que separa el “querer” del “poder”. Temía que Calipso hubiera emponzoñado sus bebidas con un vino hechicero y, después de pasar varias horas a la orilla del ponto infinito, regresaba a los brazos de la reina.
...
— ¿Qué es la eternidad me pregunto? Acaso será grato seguir viviendo más allá de los límites que nuestro propio cuerpo imponga. En mi condición actual puedo correr, blandir la espada, tensar el arco, desafiar al destino; pero, ¿qué sucedería si todo se hallara previamente establecido, como me lo han enseñado, y yo no contara con la opción de morir? Es probable que Calipso tenga algo de razón al ofrecerme la inmortalidad; ella sabe que me veré tentado y aceptaré su oferta. Pienso que no todos los hombres anhelan pervivir más allá de su tiempo y su espacio. Encuentro a la eternidad aburrida en exceso, al menos la inmortalidad en la que uno debe participar como actor perenne; la otra, la inmortalidad que tiene asiento en la memoria de los hombres no me molesta tanto, porque yo seré en ella actor inconsciente. ¡Ojalá Zeus y Atenea me den la fuerza suficiente, el equilibrio y la inteligencia que me hacen falta para moverme en el terreno peligroso de las promesas y las dádivas! Si la vida es una carga que llevamos sobre nuestros hombros a pesar de nosotros mismos, ¿para qué desear prolongarla más allá de lo imprescindible?
...
     A Odiseo le ocurría como les sucede a muchos hombres; tratan de hallar justificación para los hechos que los atormentan y, cuando llegan a una conclusión, válida y suficiente —al menos para su micro universo— resultan convencidos por un breve lapso, para retornar después a los mismos planteamientos anteriores.
     Lo digo, porque Odiseo deseaba a Calipso mientras ella se aferraba a él con uñas y dientes, con decisión y firmeza, con insidia amorosa que por momentos se parecía a un tierno acto de amor y por otros resultaba un arrebato pasional desmedido y brutal.
     Ella le mostró los deleites del sexo: prolongó los momentos del placer más allá de lo imaginado; atrapó entre sus piernas perfectas ese otro cuerpo gallardo y descomunal; lo besó poco a poco: su boca, sus ojos, sus orejas, su cuello, su tórax prepotente, su vientre, su intimidad de varón conocieron el deleite de esos labios que habían nacido más para banquete de dioses que para deleite de mortales; le enseñó que el placer es infinito y le volvió a prometer que si se quedaba con ella el sexo sería inigualablemente infinito, sospechosamente perfecto; le dio a beber la pócima traicionera que obliga a amar a quien no ama; lo atrapó no sólo mediante la magia de su cuerpo, sino también gracias al hechizo de sus palabras.
     Cuando Odiseo quiso hablar guiado por la nostalgia de la batalla, Calipso lo escuchó con entrega y verdadera vocación; le oyó contar sus hazañas y se integró a ellas de tal manera que al hacerlo se estaba incorporando también al alma y al corazón de su amante. Fue un oído abierto que supo escuchar sin recelos, ni aburrimientos. El Laertíada volvió a vivir cada uno de los instantes que le hicieran saltar a la fama y por esta razón creyó amarla de una forma diferente, creyó amarla cuando en realidad le estaba agradeciendo la misericordia infinita que ella demostraba para sus hazañas inmortales; siendo diosa se tornaba mortal ante sus ojos para comprenderlo y quererlo mejor.
     No obstante lo anterior, al padre de Telémaco le aburría la inacción de la isla; no sabía si añoraba más el campo de batalla o su casa. Calipso —siempre pendiente de sus deseos— recreó para él una llanura inmensa en donde había guerreros sedientos de combate que querían destruirlo. Odiseo los venció a todos en menos de cinco días y al probar la sangre del combate recordó, no pudo evitarlo, que muchos guerreros semejantes estarían en su casa —huérfana de hombre— aguardando la decisión de Penélope. Al vibrar su corazón invadido por este sentimiento salió huyendo de la isla y se arrojó al mar, y comenzó a nadar en la dirección de Ítaca. Poseidón lo vio desarmado y solo y desencadenó una tormenta terrible que hubiera hecho sucumbir al guerrero a no ser por la intervención oportuna de Calipso.
     Los dioses seguían sin ver las desgracias del héroe itacense, pero muy pronto Atenea, la diosa que amaba a los griegos, intercedería por él.
     Un día Odiseo —frente al mar nuevamente— se entregó a una serie de reflexiones que terminaron de conmover el ánimo de la hija de Zeus, aquella, la de los ojos escudriñadores y perfectos como los de la lechuza en medio de la noche. Se dijo a sí mismo en intenso monólogo.
— Era él un hombre poderoso que en todo momento había cumplido con las reclamaciones de los dioses; se había enfrentado a su destino con honra y, a pesar de la distancia, seguía fiel a su esposa, a su patria y a sus ideales más queridos. En esta isla y en brazos de Calipso, ¿era un prisionero o un amante complaciente?
     Lo que no se detuvo a pensar es que en la peregrina condición del ser humano se puede llegar a ser un prisionero del amor, y en esto precisamente estribaba su verdadera condición.
      Observaba que sus sentimientos hacia Calipso habían ido cambiando con el tiempo; primero, la deseó con pasión incontenible; luego, disfrutó a su lado los encantos de la isla; por momentos se sentía tan bien que llegó a creer que la amaba, para comprender finalmente que esto último era tan sólo un espejismo producto de su soledad y ausencia;  se vio inmerso en el hastío que le ocasionaba el estar con ella y la                                                                                                                                                odió —a pesar de todo— con una entrañable ternura y se vio feliz cuando Zeus decretó su regreso.
     Atenea reprochó airada a su padre el abandono de Odiseo; le recordó que los hombres se buscan ellos solos sus desgracias como le pasó a Egisto, pero el héroe ingenioso no había hecho nada para merecer este presente de ingratitud y, sin embargo, estaba sufriendo por la ira irrefrenable de Poseidón.
     Hermes, el asesino del gigante Argos, el viajero incansable de los cielos de Grecia, el mensajero eficiente, batió las alas de sus sandalias y llegó a la isla para ordenar a Calipso en nombre del dios terrible que dejara partir a Odiseo.
...
— No te corresponde a ti —Calipso— juzgar las decisiones de los olímpicos; en tu ánimo debe prevalecer la obediencia; has disfrutado del héroe más de seis años; ya el tiempo de tu felicidad transitoria ha llegado a su fin. Eres diosa inmortal, pero en el amor te has comportado como mujer perecedera. Obra ahora como divinidad y reviste tu corazón de la fortaleza necesaria para renunciar al bien que la fortuna te había dado y que ahora te arrebata justicieramente.
...
     El destino trata por igual a los hombres de todas las épocas; tanto los antiguos como los contemporáneos están sujetos a decisiones superiores que no pueden ser controladas de manera alguna. Un hombre marcha a la guerra reclutado por el bien de la patria; un inocente es condenado a muerte por un asesinato que no cometió; una mujer confiesa bajo tortura que ella es la responsable de algo que ni siquiera entiende; un latino recibe las limosnas que los gringos le dan; un niño sufre hambre y no comprende; un demonio anda suelto y busca prosélitos para su causa. Son manifestaciones parciales de la injusticia en donde descubrimos a las almas desgastadas por la inercia y el dolor; son las expresiones del destino. Pero, ¿qué es el destino? Es esa fuerza ciega que nos obliga a actuar cuando quisiéramos estar quietos, nos obliga a gritar cuando permanecíamos callados, nos orilla al llanto justo en el instante en que a nuestros labios asomaba una sonrisa.
     Calipso acusa a los dioses de una de las plagas que ha aquejado a la humanidad desde sus orígenes: la envidia. Es la envidia nuestra de cada día la que ha llevado a los olímpicos a arrebatarle a Odiseo. Ella lo acepta y permite que el héroe parta en cumplimiento de su destino.
     La alegría del hijo de Laertes no podía ser mayor; sus preciosos momentos en los brazos de Calipso habían pasado ya; sentía una suerte de piedad por la reina, pero no podía remediarlo; su verdadero lugar estaba en Ítaca. Allí sería el rey que traería con su presencia el restablecimiento del orden; la paz y la reorganización social volverían a imperar con su retorno.
     Los grandes contrastes de la vida prevalecen de nuevo: La felicidad del que se iba se opone a la tristeza desoladora de aquella que permanece en el lugar de siempre. La diosa no podía contener las lágrimas y en medio de su llanto recordaba el breve pasado que la uniera al malagradecido Odiseo.
...
— Estoy nuevamente sola. Me enfrento a un futuro en donde toda la isla me hablará de Odiseo: la viña de la entrada me permite verlo saboreando la uva deliciosa; me parece encontrarlo en cada recoveco de la gruta; cuando las aves cantan expresan ellas también la nostalgia que me domina.
¿Qué haré ahora? Cuando él llegó creí poner fin a mi tristeza; a partir de su ausencia sólo la muerte tendrá sentido para mí. Pero, ¿cómo hablo de la muerte? La muerte únicamente puede ser el consuelo de los mortales; los inmortales no contamos siquiera con la opción del suicidio.
Suplico al padre Zeus que me arrebate la existencia y que —pasando por alto mi frágil eternidad— envíe uno de sus rayos para borrar mi imagen de la faz de la tierra.
...
     El Cronida la miraba desde lejos, la miraba sonriendo, porque él sabía mejor que nadie que los inmortales deben ajustarse a otros plazos diferentes en donde la posibilidad de la muerte es muy lejana.
     Calipso se duerme esa noche contemplando la inmensidad del sitio que habitaba. Piensa en Odiseo y se entrega a un canto silencioso, canto de dolor y angustia, de reproche y celos. No puede creer que ha perdido en un segundo lo que atesoró durante largos años.
...
—Aunque tendría que ser así, no puedo desearte lo mejor. Sumida en el silencio de mi propio paisaje siento odio por ti; porque me abandonaste cuando más te necesitaba y porque fuiste fiel a las palabras del Zeus tonante y dejaste a un lado mi propia realidad.
He conservado conmigo un par de sandalias que olvidaste en la alcoba; aunque parezca mentira ese calzado me habla de ti a cada instante. Con él recorriste nuestra isla, pisaste cada tramo que nos llevó desde el mar hasta el lecho. Te lo quitaste para estar conmigo y tus pies hermosamente perfectos vibraron bajo el impulso del amor.
Te sigo amando con un odio renovado. Nunca acabaré mi queja plañidera, porque la vida me ha enseñado que hombres como tú representan el alfa y el omega de una mujer. En el principio fuiste fiel a lo que supiste entregarme; en este fin que a mí me lastima como nada puede hacerlo en el mundo, te extraño hondamente. Seguiré viviendo sólo porque no me está autorizada otra salida. Cuando estés en brazos de Penélope me recordarás, no podrás evitarlo. Estas lágrimas que se deslizan por mi cara son el mejor testimonio de la pasión que nunca morirá. Te prometí la eternidad a mi lado y tú me has dado a cambio la inmortalidad de mi llanto.

Jorge Luis Borges. El Aleph



Jorge Luis Borges. El Aleph
Dos extremos iguales:
“Los teólogos”

     El relato comienza in medias res (en mitad de la cuestión) y con una historia de violencia en donde los ejércitos hunos siembran la destrucción:
         Arrasado el jardín, profanados los cálices y las aras, entraron a caballo los hunos en la biblioteca monástica y rompieron los libros incomprensibles y los vituperaron y los quemaron, acaso temerosos de que las letras encubrieran blasfemias contra su dios, que era una cimitarra de hierro.[1] (Borges, 1989: 550).
     Se impone así el dominio de la barbarie contra lo que desde ya podemos denominar los ejércitos de la fe, aunque esta catalogación peca desde el principio como parcial y encubre otras profanaciones que irán surgiendo en la pertinencia del análisis. La diégesis narrada enfrenta dos historias semejantes que al desarrollarse cada una de ellas, ilumina a la otra. Son las épocas aciagas de la Iglesia donde sólo se escuchaba la voz de los vencedores, quienes a su vez se reservaban el derecho absoluto de sustentar la verdad, su verdad; inevitablemente este hecho conducía a la intolerancia y al horror.
     Como lo podemos constatar en la cita anterior, la temporalidad del relato se dispara en el inicio a las invasiones de los ejércitos bárbaros ya indicadas. Es así que el cuento ofrece el enfrentamiento entre las hordas salvajes y los representantes de la religión. Los contrastes se imponen al señalar que entre todos los libros sólo uno se salva, el duodécimo de la Ciudad de Dios de San Agustín. Y es en este texto precisamente en donde se narra que Platón enseñó en Atenas que al cabo de los siglos todas las cosas recuperarán su estado anterior.
     De esta forma se ofrece así el primero de los intertextos —serán muchos más en el devenir del relato— de la misma manera que la historia presentada se centraliza en dos personajes que son polos extremos de complicada trama.
     A renglón seguido, el narrador comenta que un siglo después de los hechos presentados Aureliano, obispo coadjutor de Aquilea, supo de una secta de heresiarcas —monótonos o anulares se llamaban— quienes profesaban que la historia es un círculo y sostenían además: “Nada es que no haya sido y que no será”[2] (Borges, 1989: 550). Justamente Juan de Panonia —nuestro segundo personaje— es quien se encargará de impugnar tan “abominable herejía.”
     Este segundo intertexto explica el alcance de la controvertida doctrina enseñada por los anulares y en torno a ella se enfrentan los dos teólogos. Al obispo de Aquilea le preocupa ser menos que su rival porque:
Hace dos años, éste había usurpado con su verboso De séptima affectione Dei sive de aeternitate un asunto de la especialidad de Aureliano; ahora, como si el problema del tiempo le perteneciera, iba a rectificar, tal vez con argumentos de Procusto, con triacas más temibles que la Serpiente, a los anulares.[3] (Borges, 1989: 550).
     Se trata así de tener enfrente a un enemigo común; pero, al mismo tiempo, a ellos los distancia vieja enemistad y celos por querer ocupar uno el lugar que el otro sustenta.
     Aureliano consulta esa noche el antiguo diálogo de Plutarco sobre la cesación de los oráculos: “En el párrafo veintinueve, leyó una burla contra los estoicos que defienden un infinito ciclo de mundos, con infinitos soles, lunas, Apolos, Dianas y Poseidones.”[4] (Borges, 1989: 550).
     Como podemos constatarlo a esta altura del análisis, la apasionada búsqueda intertextual continúa por parte del narrador y es así como la palabra se enfrenta a la palabra. El discurso de Plutarco servirá para responder a la prosa atrevida de los heréticos de la Rueda. Estamos ante dos oponentes muy duros: los cismáticos se encuentran dispuestos a pagar con su propia sangre la defensa del ideal, mientras que los teólogos recurren a profundos argumentos que sustentan su cosmovisión. Ni uno ni otro son dueños de la verdad absoluta; debemos conformarnos tan sólo con saber que es el poder quien otorga la razón a uno y se la retira al otro.
     Agrega la voz que cuenta los hechos:
Hay quien busca el amor de una mujer para olvidarse de ella, para no pensar más en ella; Aureliano, parejamente, quería superar a Juan de Panonia para curarse del rencor que éste le infundía, no para hacerle mal.[5] (Borges, 1989: 551).
     De esta forma constatamos también que junto a los dos rivales ya analizados, se yerguen otros semejantes al menos en el terreno de la competencia. El símil empleado pretende justificar el carácter de este mismo enfrentamiento. Aureliano quería curarse esta enfermedad de los celos que lo mantenía amarrado a su rival.
     Por ello decide armarse de todo el aparato conceptual posible que lo lleve al encuentro de dos victorias: la primera, derribar de un solo golpe a los monótonos; y la segunda, llegar a colocarse por encima del teólogo rival. Ni siquiera se imaginaba que el destino le reservaba una forma de revancha mucho más radical, pero efectiva en su propia naturaleza.
     Nuevamente los textos elegidos lo auxilian en este menester. En primer lugar, De principiis en donde se niega que Judas Iscariote vuelva a vender a Jesús y Pablo a presenciar en Jerusalén el martirio de Esteban. En segundo término, un libro de los Academica Priora de Cicerón en el que éste se burla de aquellos que sostienen la verdad de la reiteración de acontecimientos: “Mientras él conversa con Lúculo, otros Lúculos y otros Cicerones, en número infinito, dicen puntualmente lo mismo, en infinitos mundos iguales.”[6] (Borges, 1989: 551). En tercera instancia, recurre el obispo al texto ya mencionado de Plutarco.
     Como podemos observar, el enemigo terrible que deben enfrentar es el tiempo con su cuota de similitud, es el tiempo con su desgastado repetir de acontecimientos. La búsqueda de fuentes contrarias a estas teorías reformistas en el seno de la Iglesia resulta impostergable, pero al mismo tiempo lo vemos como algo no tan definitivo puesto que los autores mencionados en el párrafo anterior bien pueden encontrar su contraparte en otros que sustenten todo lo contrario. En el desarrollo posterior del presente ensayo constataremos como lo replicado se vuelve contra quien replica.
Nueve días le tomó este trabajo; el décimo, le fue remitido un traslado de la refutación de Juan de Panonia.[7] (Borges, 1989: 551).
     La lucha continúa así entre ambos y parece ser que el triunfo inicial al menos le corresponde a Juan de Panonia:
Era casi irrisoriamente breve; Aureliano la miró con desdén y luego con temor. La primera parte glosaba los versículos terminales del noveno capítulo de la Epístola a los Hebreos, donde se dice que Jesús no fue sacrificado muchas veces desde el principio del mundo, sino ahora una vez en la consumación de los siglos. La segunda alegaba el precepto bíblico sobre las vanas repeticiones de los gentiles (Mateo 6:7) y aquel pasaje del séptimo libro de Plinio, que pondera que en el dilatado universo no haya dos caras iguales. Juan de Panonia declaraba que tampoco hay dos almas y que el pecador más vil es precioso como la sangre que por él vertió Jesucristo. El acto de un solo hombre (afirmó) pesa más que los nueve cielos concéntricos y trasoñar que puede perderse y volver es una aparatosa frivolidad. El tiempo no rehace lo que perdemos; la eternidad lo guarda para la gloria y también para el fuego.[8] (Borges, 1989: 551-552).
     La brevedad de los argumentos del teólogo no excluye la profundidad y exactitud. El fundamento inicial lo halla en dos textos del Nuevo Testamento —una epístola y un pasaje evangélico—. No hay forma de imaginarse, al menos en este momento, el hecho de que Jesús fuera sacrificado una y mil veces en el devenir de la historia. Sí conviene no perder de vista futuras interpretaciones —inclusive de la propia Iglesia— según las cuales la imagen de Cristo adquiere un profundo valor simbólico y este mismo redentor funcionará como una repetición del esquema original a través de todos los sacrificados por su causa o en su nombre. Pero los elementos que trascienden al momento histórico concreto no sirven para otorgar una explicación a éste; sólo funcionan como un argumento más que explica la evolución del hombre a través de intrincados períodos.
     Se pretende negar así el carácter cíclico de los acontecimientos, al mismo tiempo que la imagen del perenne retorno de Dionisos se yergue en este momento como una herejía profundamente irreverente que de alguna manera está negando la libertad individual: repetirse es ajustarse a esquemas preconcebidos y admitir que el libre albedrío o no existe o si existe está condicionado sin reservas.
     Aureliano se siente humillado al saberse derrotado antes de competir. El propio narrador se vuelca a favor de Juan al sostener anteriormente que los argumentos del primero resultan poco consistentes y por momentos “triviales”.
     Nos sigue pareciendo genial en el desarrollo del relato la confrontación de teorías disímiles que requieren inevitablemente de un lector inteligente que se involucre en el marco de lo contado. Si por momentos parece que la opinión de los teólogos triunfa y se impone sobre la de los disidentes, la constante insistencia en cotejar ambos argumentos conlleva la idea de perfilarlos hacia un territorio en donde la imparcialidad domine. Quizás sea éste el territorio de Dios, reflejando la imagen del dios panteísta de Goethe en el Fausto, dios que entiende las miserias del hombre y no da tanta trascendencia a estas cuestiones humanas que subyacen en los argumentos y las teorías.
     Continúa transcurriendo el tiempo y, meses después, el teólogo encargado de impugnar los errores de los monótonos en el concilio de Pérgamo, fue Juan de Panonia; el condenado: Euforbo heresiarca. Desde la hoguera que lo consumía, éste alcanzó a gritar:
Esto ha ocurrido y volverá a ocurrir. No encendéis una pira, encendéis un laberinto de fuego. Si aquí se unieran todas las hogueras que he sido, no cabrían en la tierra y quedarían ciegos los ángeles. Esto lo dije muchas veces.[9] (Borges, 1989: 552).
     Los ortodoxos dirían que Euforbo estaba poseído por su pecado y desde la muerte no pedía perdón, sino que se adueñaba de una soberbia de proporciones inexplicables. Los heresiarcas verían en él a un mártir de la noble causa. Los contemporáneos observamos a un hombre dueño de sus ideales y dispuesto a no sentir miedo ante la muerte, porque la razón estaba de su lado.
     Es así que la Cruz triunfa sobre la Rueda. Los dos símbolos aluden a dos maneras diferentes de encarar el proceso de la historia del hombre. Una, la Cruz, hace referencia al triunfo sobre la muerte y establece la imposibilidad de la recuperación de hechos pasados mediante acontecimientos parecidos. La segunda, la Rueda, marca una distancia notable con la anterior al creer y sostener ese incansable devenir que enmarca la repetición universal.
     Pero, a pesar de este triunfo del símbolo cristiano los teólogos continuaban enfrentados.
Militaban los dos en el mismo ejército, anhelaban el mismo galardón, guerreaban contra el mismo Enemigo, pero Aureliano no escribió una palabra que inconfesablemente no propendiera a superar a Juan. Su duelo fue invisible; si los copiosos índices no me engañan, no figura una sola vez el nombre del otro en los muchos volúmenes de Aureliano que atesora la Patrología de Migne. (De las obras de Juan sólo han perdurado veinte palabras).[10] (Borges, 1989: 551).
     La distancia entre ambos era radical. A pesar de que corría por sus venas el mismo anhelo, los terribles celos profesionales se imponían. Juntos luchan contra nuevas herejías que emergen en los campos de batalla de la fe:
Los dos desaprobaron los anatemas del segundo concilio de Constantinopla; los dos persiguieron a los arrianos, que negaban la generación eterna del Hijo; los dos atestiguaron la ortodoxia de la Topographia cristiana de Cosmas, que enseña que la tierra es cuadrangular, como el tabernáculo hebreo.[11] (Borges, 1989: 551).
     Son épocas de radicales egoísmos en donde la ortodoxia de la fe funciona como un excelente pretexto para perseguir los supuestos delitos cometidos por aquellos que se rebelan ante la palabra de Dios.
     Aun así, los cismáticos continúan conmoviendo los cimientos de la reglamentada creencia cristiana y surge entonces una nueva herejía:
Oriunda del Egipto o del Asia (porque los testimonios difieren y Bousset no quiere admitir las razones de Harnack), infestó las provincias orientales y erigió santuarios en Macedonia, en Cartago y en Tréveris. Pareció estar en todas partes; se dijo que en la diócesis de Britania habían sido invertidos los crucifijos y que a la imagen del Señor, en Cesárea, la había suplantado un espejo. El espejo y el óbolo eran emblemas de los nuevos cismáticos.[12] (Borges, 1989: 551).
     El narrador permite que se agudice la lucha en torno a estos profanadores de las creencias verdaderas. En Egipto y en Asia parecen tener asiento estas supuestas aberraciones que han permitido colocar en lugar de la imagen del Señor un espejo. Y son precisamente el espejo y el óbolo sus emblemas principales.
     Muchos aspectos de la sostenida teoría borgeana parecen encontrar una explicación fundamentada y precisa en los aportes comentados hasta el presente. Esta noción especular será trabajada por Borges no sólo en el dominio del otro sino también en la noción de reiteración y modificación aparente del universo en que vivimos.
     La propuesta de los especulares o abismales resulta desarrollada ampliamente por el narrador de este cuento, propuesta que pretende encontrar asiento y fundamentación en varios pasajes de la Biblia (Mateo, Corintios).
     Al mismo tiempo, los propios sustentadores de estas doctrinas no conseguían ponerse de acuerdo de manera radical y rotunda:
         Quizá contaminados por los monótonos, imaginaron que todo hombre es dos hombres y que el verdadero es el otro, el que está en el cielo. También imaginaron que nuestros actos proyectan un reflejo invertido, de suerte que si velamos el otro duerme, si fornicamos el otro es casto, si robamos el otro es generoso. Muertos nos uniremos a él y seremos él.[13] (Borges, 1989: 553).
La noción del otro se impone así, como un modo de explicar numerosos conceptos que afloran en actos de vida. Bástenos confrontar el primer relato del Libro de Arena, “El otro”[14] (Borges, 1989: V. 2, 11-16) para entender de qué manera Borges escritor cree firmemente en la posibilidad de esta reproducción inconsciente de nuestro propio ser. En el relato el personaje dialoga con aparentemente otro hombre que no es más que él mismo. Éste le dice:
Cuando alcances mi edad habrás perdido casi por completo la vista. Verás el color amarillo y sombras y luces. No te preocupes. La ceguera gradual no es cosa trágica. Es como un lento atardecer de verano.
     Nos despedimos sin habernos tocado. Al día siguiente no fui. El otro tampoco habrá ido.
     He cavilado mucho sobre este encuentro que no he contado     a nadie. Creo haber descubierto la clave.
El encuentro fue real, pero el otro conversó conmigo en su sueño y fue así que pudo olvidarme; yo conversé con él en la vigilia y todavía me atormenta el recuerdo.[15] (Borges, 1989: V. II, 16).
     Regresando al cuento que nos ocupa, el narrador después de explayarse en torno a los diferentes perfiles que ofrece esta herejía de los histriones, nos cuenta de qué manera Aureliano empieza a dudar. Es este momento de gran trascendencia en el marco de la narración, porque de alguna manera comienzan a invertirse los puntos de confrontación del relato. Dice la voz que cuenta:
Cuando (Aureliano) quiso escribir la tesis atroz de que no hay dos instantes iguales, su pluma se detuvo. No dio con la fórmula necesaria; las admoniciones de la nueva doctrina (“¿Quieres ver lo que no vieron ojos humanos? Mira la luna. ¿Quieres oír lo que los oídos no oyeron? Oye el grito del pájaro. ¿Quieres tocar lo que no tocaron las manos? Toca la tierra. Verdaderamente digo que Dios está por crear el mundo”) eran harto acertadas y metafóricas para la transcripción. De pronto una oración de veinte palabras se presentó a su espíritu. La escribió, gozoso; inmediatamente después, lo inquietó la sospecha de que era ajena.[16] (Borges, 1989: 554).
     Cuando quiso escribir la tesis atroz de que no hay instantes iguales. La frase que surge en Aureliano ya la había oído antes, era del Adversus anularis de Juan de Panomia. Lo verificó y era cierto.
En consecuencia:
1.      Variar o suprimir esas palabras era debilitar la expresión.
2.      Dejarlas era plagiar a un hombre que aborrecía.
3.      Indicar la fuente era denunciarlo.
     Aureliano conservó las palabras, pero les antepuso este aviso: “Lo que ladran ahora los heresiarcas para confusión de la fe, lo dijo en este siglo un varón doctísimo, con más ligereza que culpa” (Borges, 1989: 554).
Aureliano tuvo que declarar quién era ese varón.
Juan de Panonia fue acusado de profesar opiniones heréticas y tercamente se dejó condenar hasta llegar a morir en la hoguera el veintiséis de octubre.
Aureliano presenció la ejecución.
         Plutarco ha referido que Julio César lloró la muerte de Pompeyo; Aureliano no lloró la de Juan, pero sintió lo que sentiría un hombre curado de una enfermedad incurable, que ya fuera una parte de su vida. En Aquilea, en Héfeso de Macedonia dejó que sobre él pasaran los años.  (p. 555).




[1] Jorge Luis Borges. Obras completas, Buenos Aires, Emecé, 1989, p. 550.
[2] Id.
[3] Id.
[4] Id.
[5] Ibidem, p. 551.
[6] Id.
[7] Id.
[8] Ibidem, pp. 551-552.
[9] Ibidem, p. 552.
[10] Id.
[11] Id.
[12] Id.
[13] Ibidem, p. 553.
[14] Cfr.   Jorge Luis Borges. Obras completas, volumen II, Buenos Aires, Emecé, 1989, pp. 11-16.
[15] Ibidem, p. 16.
[16] Jorge Luis Borges. Obras completas, volumen I, p. 554.