Jorge Luis Borges. El Aleph
Dos extremos iguales:
“Los teólogos”
El
relato comienza in medias res (en
mitad de la cuestión) y con una historia de violencia en donde los ejércitos
hunos siembran la destrucción:
Arrasado
el jardín, profanados los cálices y las aras, entraron a caballo los hunos en
la biblioteca monástica y rompieron los libros incomprensibles y los
vituperaron y los quemaron, acaso temerosos de que las letras encubrieran
blasfemias contra su dios, que era una cimitarra de hierro.[1]
(Borges, 1989: 550).
Se
impone así el dominio de la barbarie contra lo que desde ya podemos denominar
los ejércitos de la fe, aunque esta catalogación peca desde el principio como
parcial y encubre otras profanaciones que irán surgiendo en la pertinencia del
análisis. La diégesis narrada enfrenta dos historias semejantes que al
desarrollarse cada una de ellas, ilumina a la otra. Son las épocas aciagas de
la Iglesia donde sólo se escuchaba la voz de los vencedores, quienes a su vez
se reservaban el derecho absoluto de sustentar la verdad, su verdad;
inevitablemente este hecho conducía a la intolerancia y al horror.
Como
lo podemos constatar en la cita anterior, la temporalidad del relato se dispara
en el inicio a las invasiones de los ejércitos bárbaros ya indicadas. Es así
que el cuento ofrece el enfrentamiento entre las hordas salvajes y los
representantes de la religión. Los contrastes se imponen al señalar que entre
todos los libros sólo uno se salva, el duodécimo de la Ciudad de Dios de
San Agustín. Y es en este texto precisamente en donde se narra que Platón
enseñó en Atenas que al cabo de los siglos todas las cosas recuperarán su
estado anterior.
De
esta forma se ofrece así el primero de los intertextos —serán muchos más en el
devenir del relato— de la misma manera que la historia presentada se centraliza
en dos personajes que son polos extremos de complicada trama.
A
renglón seguido, el narrador comenta que un siglo después de los hechos
presentados Aureliano, obispo coadjutor de Aquilea, supo de una secta de
heresiarcas —monótonos o anulares se llamaban— quienes profesaban que la
historia es un círculo y sostenían además: “Nada es que no haya sido y que no
será”[2]
(Borges, 1989: 550). Justamente Juan de Panonia —nuestro segundo personaje— es
quien se encargará de impugnar tan “abominable herejía.”
Este
segundo intertexto explica el alcance de la controvertida doctrina enseñada por
los anulares y en torno a ella se enfrentan los dos teólogos. Al obispo de
Aquilea le preocupa ser menos que su rival porque:
Hace dos años, éste había usurpado con su verboso De séptima
affectione Dei sive de aeternitate un asunto de la especialidad de
Aureliano; ahora, como si el problema del tiempo le perteneciera, iba a
rectificar, tal vez con argumentos de Procusto, con triacas más temibles que la
Serpiente, a los anulares.[3]
(Borges, 1989: 550).
Se
trata así de tener enfrente a un enemigo común; pero, al mismo tiempo, a ellos
los distancia vieja enemistad y celos por querer ocupar uno el lugar que el
otro sustenta.
Aureliano
consulta esa noche el antiguo diálogo de Plutarco sobre la cesación de los
oráculos: “En el párrafo veintinueve, leyó una burla contra los estoicos que
defienden un infinito ciclo de mundos, con infinitos soles, lunas, Apolos,
Dianas y Poseidones.”[4]
(Borges, 1989: 550).
Como
podemos constatarlo a esta altura del análisis, la apasionada búsqueda
intertextual continúa por parte del narrador y es así como la palabra se
enfrenta a la palabra. El discurso de Plutarco servirá para responder a la
prosa atrevida de los heréticos de la Rueda. Estamos ante dos oponentes muy
duros: los cismáticos se encuentran dispuestos a pagar con su propia sangre la
defensa del ideal, mientras que los teólogos recurren a profundos argumentos
que sustentan su cosmovisión. Ni uno ni otro son dueños de la verdad absoluta;
debemos conformarnos tan sólo con saber que es el poder quien otorga la razón a
uno y se la retira al otro.
Agrega
la voz que cuenta los hechos:
Hay quien busca el amor de una mujer para olvidarse de ella,
para no pensar más en ella; Aureliano, parejamente, quería superar a Juan de
Panonia para curarse del rencor que éste le infundía, no para hacerle mal.[5]
(Borges, 1989: 551).
De
esta forma constatamos también que junto a los dos rivales ya analizados, se
yerguen otros semejantes al menos en el terreno de la competencia. El símil
empleado pretende justificar el carácter de este mismo enfrentamiento.
Aureliano quería curarse esta enfermedad de los celos que lo mantenía amarrado
a su rival.
Por
ello decide armarse de todo el aparato conceptual posible que lo lleve al
encuentro de dos victorias: la primera, derribar de un solo golpe a los
monótonos; y la segunda, llegar a colocarse por encima del teólogo rival. Ni
siquiera se imaginaba que el destino le reservaba una forma de revancha mucho
más radical, pero efectiva en su propia naturaleza.
Nuevamente
los textos elegidos lo auxilian en este menester. En primer lugar, De
principiis en donde se niega que Judas Iscariote vuelva a vender a Jesús y
Pablo a presenciar en Jerusalén el martirio de Esteban. En segundo término, un
libro de los Academica Priora de Cicerón en el que éste se burla de
aquellos que sostienen la verdad de la reiteración de acontecimientos:
“Mientras él conversa con Lúculo, otros Lúculos y otros Cicerones, en número
infinito, dicen puntualmente lo mismo, en infinitos mundos iguales.”[6]
(Borges, 1989: 551). En tercera instancia, recurre el obispo al texto ya
mencionado de Plutarco.
Como
podemos observar, el enemigo terrible que deben enfrentar es el tiempo con su
cuota de similitud, es el tiempo con su desgastado repetir de acontecimientos.
La búsqueda de fuentes contrarias a estas teorías reformistas en el seno de la
Iglesia resulta impostergable, pero al mismo tiempo lo vemos como algo no tan
definitivo puesto que los autores mencionados en el párrafo anterior bien
pueden encontrar su contraparte en otros que sustenten todo lo contrario. En el
desarrollo posterior del presente ensayo constataremos como lo replicado se
vuelve contra quien replica.
Nueve días le tomó este trabajo; el décimo, le fue remitido un
traslado de la refutación de Juan de Panonia.[7]
(Borges, 1989: 551).
La
lucha continúa así entre ambos y parece ser que el triunfo inicial al menos le
corresponde a Juan de Panonia:
Era casi irrisoriamente breve; Aureliano la miró con desdén y
luego con temor. La primera parte glosaba los versículos terminales del noveno
capítulo de la Epístola a los Hebreos, donde se dice que Jesús no fue
sacrificado muchas veces desde el principio del mundo, sino ahora una vez en la
consumación de los siglos. La segunda alegaba el precepto bíblico sobre las
vanas repeticiones de los gentiles (Mateo 6:7) y aquel pasaje del séptimo libro
de Plinio, que pondera que en el dilatado universo no haya dos caras iguales.
Juan de Panonia declaraba que tampoco hay dos almas y que el pecador más vil es
precioso como la sangre que por él vertió Jesucristo. El acto de un solo hombre
(afirmó) pesa más que los nueve cielos concéntricos y trasoñar que puede
perderse y volver es una aparatosa frivolidad. El tiempo no rehace lo que
perdemos; la eternidad lo guarda para la gloria y también para el fuego.[8]
(Borges, 1989: 551-552).
La
brevedad de los argumentos del teólogo no excluye la profundidad y exactitud.
El fundamento inicial lo halla en dos textos del Nuevo Testamento —una epístola
y un pasaje evangélico—. No hay forma de imaginarse, al menos en este momento,
el hecho de que Jesús fuera sacrificado una y mil veces en el devenir de la
historia. Sí conviene no perder de vista futuras interpretaciones —inclusive de
la propia Iglesia— según las cuales la imagen de Cristo adquiere un profundo
valor simbólico y este mismo redentor funcionará como una repetición del
esquema original a través de todos los sacrificados por su causa o en su
nombre. Pero los elementos que trascienden al momento histórico concreto no
sirven para otorgar una explicación a éste; sólo funcionan como un argumento
más que explica la evolución del hombre a través de intrincados períodos.
Se
pretende negar así el carácter cíclico de los acontecimientos, al mismo tiempo
que la imagen del perenne retorno de Dionisos se yergue en este momento como
una herejía profundamente irreverente que de alguna manera está negando la
libertad individual: repetirse es ajustarse a esquemas preconcebidos y admitir
que el libre albedrío o no existe o si existe está condicionado sin reservas.
Aureliano
se siente humillado al saberse derrotado antes de competir. El propio narrador
se vuelca a favor de Juan al sostener anteriormente que los argumentos del
primero resultan poco consistentes y por momentos “triviales”.
Nos
sigue pareciendo genial en el desarrollo del relato la confrontación de teorías
disímiles que requieren inevitablemente de un lector inteligente que se
involucre en el marco de lo contado. Si por momentos parece que la opinión de
los teólogos triunfa y se impone sobre la de los disidentes, la constante
insistencia en cotejar ambos argumentos conlleva la idea de perfilarlos hacia
un territorio en donde la imparcialidad domine. Quizás sea éste el territorio de
Dios, reflejando la imagen del dios panteísta de Goethe en el Fausto, dios
que entiende las miserias del hombre y no da tanta trascendencia a estas
cuestiones humanas que subyacen en los argumentos y las teorías.
Continúa
transcurriendo el tiempo y, meses después, el teólogo encargado de impugnar los
errores de los monótonos en el concilio de Pérgamo, fue Juan de Panonia; el
condenado: Euforbo heresiarca. Desde la hoguera que lo consumía, éste alcanzó a
gritar:
Esto ha ocurrido y volverá a ocurrir. No encendéis una pira,
encendéis un laberinto de fuego. Si aquí se unieran todas las hogueras que he
sido, no cabrían en la tierra y quedarían ciegos los ángeles. Esto lo dije
muchas veces.[9]
(Borges, 1989: 552).
Los
ortodoxos dirían que Euforbo estaba poseído por su pecado y desde la muerte no
pedía perdón, sino que se adueñaba de una soberbia de proporciones
inexplicables. Los heresiarcas verían en él a un mártir de la noble causa. Los
contemporáneos observamos a un hombre dueño de sus ideales y dispuesto a no sentir
miedo ante la muerte, porque la razón estaba de su lado.
Es
así que la Cruz triunfa sobre la Rueda. Los dos símbolos aluden a dos maneras
diferentes de encarar el proceso de la historia del hombre. Una, la Cruz, hace
referencia al triunfo sobre la muerte y establece la imposibilidad de la
recuperación de hechos pasados mediante acontecimientos parecidos. La segunda,
la Rueda, marca una distancia notable con la anterior al creer y sostener ese
incansable devenir que enmarca la repetición universal.
Pero,
a pesar de este triunfo del símbolo cristiano los teólogos continuaban
enfrentados.
Militaban los dos en el mismo ejército, anhelaban el mismo
galardón, guerreaban contra el mismo Enemigo, pero Aureliano no escribió una
palabra que inconfesablemente no propendiera a superar a Juan. Su duelo fue
invisible; si los copiosos índices no me engañan, no figura una sola vez el
nombre del otro en los muchos volúmenes de Aureliano que atesora la
Patrología de Migne. (De las obras de Juan sólo han perdurado veinte palabras).[10]
(Borges, 1989: 551).
La
distancia entre ambos era radical. A pesar de que corría por sus venas el mismo
anhelo, los terribles celos profesionales se imponían. Juntos luchan contra
nuevas herejías que emergen en los campos de batalla de la fe:
Los dos desaprobaron los anatemas del segundo concilio de
Constantinopla; los dos persiguieron a los arrianos, que negaban la generación
eterna del Hijo; los dos atestiguaron la ortodoxia de la Topographia
cristiana de Cosmas, que enseña que la tierra es cuadrangular, como el
tabernáculo hebreo.[11]
(Borges, 1989: 551).
Son
épocas de radicales egoísmos en donde la ortodoxia de la fe funciona como un
excelente pretexto para perseguir los supuestos delitos cometidos por aquellos
que se rebelan ante la palabra de Dios.
Aun
así, los cismáticos continúan conmoviendo los cimientos de la reglamentada
creencia cristiana y surge entonces una nueva herejía:
Oriunda del Egipto o del Asia (porque los testimonios difieren y
Bousset no quiere admitir las razones de Harnack), infestó las provincias
orientales y erigió santuarios en Macedonia, en Cartago y en Tréveris. Pareció
estar en todas partes; se dijo que en la diócesis de Britania habían sido
invertidos los crucifijos y que a la imagen del Señor, en Cesárea, la había
suplantado un espejo. El espejo y el óbolo eran emblemas de los nuevos
cismáticos.[12] (Borges, 1989: 551).
El
narrador permite que se agudice la lucha en torno a estos profanadores de las
creencias verdaderas. En Egipto y en Asia parecen tener asiento estas supuestas
aberraciones que han permitido colocar en lugar de la imagen del Señor un
espejo. Y son precisamente el espejo y el óbolo sus emblemas principales.
Muchos
aspectos de la sostenida teoría borgeana parecen encontrar una explicación
fundamentada y precisa en los aportes comentados hasta el presente. Esta noción
especular será trabajada por Borges no sólo en el dominio del otro sino
también en la noción de reiteración y modificación aparente del universo en que
vivimos.
La
propuesta de los especulares o abismales resulta desarrollada ampliamente por
el narrador de este cuento, propuesta que pretende encontrar asiento y
fundamentación en varios pasajes de la Biblia (Mateo, Corintios).
Al
mismo tiempo, los propios sustentadores de estas doctrinas no conseguían
ponerse de acuerdo de manera radical y rotunda:
Quizá
contaminados por los monótonos, imaginaron que todo hombre es dos hombres y que
el verdadero es el otro, el que está en el cielo. También imaginaron que
nuestros actos proyectan un reflejo invertido, de suerte que si velamos el otro
duerme, si fornicamos el otro es casto, si robamos el otro es generoso. Muertos
nos uniremos a él y seremos él.[13]
(Borges, 1989: 553).
La
noción del otro se impone así, como un modo de explicar numerosos
conceptos que afloran en actos de vida. Bástenos confrontar el primer relato
del Libro de Arena, “El otro”[14]
(Borges, 1989: V. 2, 11-16) para entender de qué manera Borges escritor cree
firmemente en la posibilidad de esta reproducción inconsciente de nuestro propio
ser. En el relato el personaje dialoga con aparentemente otro hombre que no es
más que él mismo. Éste le dice:
Cuando alcances mi edad habrás perdido casi por completo la
vista. Verás el color amarillo y sombras y luces. No te preocupes. La ceguera
gradual no es cosa trágica. Es como un lento atardecer de verano.
Nos
despedimos sin habernos tocado. Al día siguiente no fui. El otro tampoco habrá ido.
He
cavilado mucho sobre este encuentro que no he contado a nadie. Creo haber descubierto la clave.
El
encuentro fue real, pero el otro conversó conmigo en su sueño y fue así que
pudo olvidarme; yo conversé con él en la vigilia y todavía me atormenta el
recuerdo.[15] (Borges, 1989: V. II,
16).
Regresando
al cuento que nos ocupa, el narrador después de explayarse en torno a los
diferentes perfiles que ofrece esta herejía de los histriones, nos cuenta de
qué manera Aureliano empieza a dudar. Es este momento de gran trascendencia en
el marco de la narración, porque de alguna manera comienzan a invertirse los
puntos de confrontación del relato. Dice la voz que cuenta:
Cuando (Aureliano) quiso escribir la tesis atroz de que no hay
dos instantes iguales, su pluma se detuvo. No dio con la fórmula necesaria; las
admoniciones de la nueva doctrina (“¿Quieres ver lo que no vieron ojos humanos?
Mira la luna. ¿Quieres oír lo que los oídos no oyeron? Oye el grito del pájaro.
¿Quieres tocar lo que no tocaron las manos? Toca la tierra. Verdaderamente digo
que Dios está por crear el mundo”) eran harto acertadas y metafóricas para la
transcripción. De pronto una oración de veinte palabras se presentó a su
espíritu. La escribió, gozoso; inmediatamente después, lo inquietó la sospecha
de que era ajena.[16]
(Borges, 1989: 554).
Cuando
quiso escribir la tesis atroz de que no hay instantes iguales. La frase que
surge en Aureliano ya la había oído antes, era del Adversus anularis de
Juan de Panomia. Lo verificó y era cierto.
En consecuencia:
1.
Variar
o suprimir esas palabras era debilitar la expresión.
2.
Dejarlas
era plagiar a un hombre que aborrecía.
3.
Indicar
la fuente era denunciarlo.
Aureliano
conservó las palabras, pero les antepuso este aviso: “Lo que ladran ahora
los heresiarcas para confusión de la fe, lo dijo en este siglo un varón
doctísimo, con más ligereza que culpa” (Borges, 1989: 554).
Aureliano tuvo que declarar quién era
ese varón.
Juan de Panonia fue acusado de
profesar opiniones heréticas y tercamente se dejó condenar hasta llegar a morir
en la hoguera el veintiséis de octubre.
Aureliano presenció la ejecución.
Plutarco
ha referido que Julio César lloró la muerte de Pompeyo; Aureliano no lloró la
de Juan, pero sintió lo que sentiría un hombre curado de una enfermedad
incurable, que ya fuera una parte de su vida. En Aquilea, en Héfeso de
Macedonia dejó que sobre él pasaran los años.
(p. 555).
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