Cien
años de soledad[1]
Algunas reflexiones
críticas.
Cuarenta años después
de su publicación.
Luis Quintana Tejera
Los elementos
estructurados en el marco de esta novela, ya clásica dentro de la literatura
hispanoamericana del siglo XX, son no sólo muy variados, sino también complejos
y resultan organizados con la finalidad de conducir al lector por los aparentes
laberintos de un universo enredado, pero descifrable.
Cuando en mayo de 1967 la editorial
Sudamericana —con sede en Buenos Aires— publica esta obra, el mundo intelectual
se conmueve de una manera poco usual. El título hacía referencia a una
temporalidad asociada con el mal romántico del siglo XIX: la soledad. El
narrador no conforme con alertar a sus eventuales consumidores en cuanto al
tema de la obra, se permitirá mostrarnos, junto al factor “tiempo”, el otro
aspecto que íntimamente mancomunado con éste se desenvuelve en el devenir del
relato: el espacio. Es así que esos cien años de doloroso transcurrir están coligados
con el mítico Macondo, es decir, con ese pueblo de la geografía fantástica
garciamarquiana en donde una familia
—la de los Buendía— da inicio a una saga aparentemente interminable que
se retuerce en su propia búsqueda de alternativas cada vez más complejas y
emparentadas siempre con un deseo de encontrar nuevas opciones para los
problemas que atormentan sus conciencias individuales.
Analizaremos algunos pasajes de la novela
que marcaremos mediante citas textuales del propio texto.
1. Muchos
años después frente el pelotón de fusilamiento[2]
La obra inicia con
una proyección hacia el futuro enmarcada en un tiempo y en un hecho. El tiempo
es impreciso y, a la manera de los relatos tradicionales, señala algo que ha de
ocurrir más adelante, sin indicar con exactitud cuándo; genera así en el lector
una curiosa expectativa asociada con el interminable coronel Aureliano Buendía,
quien es precisamente el hombre que se encontrará enfrentado a un pelotón de
fusilamiento. En la mente de cada uno de nosotros pueden desfilar las hipótesis
y las probabilidades en cuanto a la suerte y destino de este desconocido —al
menos hasta ahora— Aureliano. El referente señalado en el subtítulo reaparecerá
a lo largo de la narración en varias ocasiones tornándose en una especie de leit motiv,[3] de
obsesión recurrente, a la cual el narrador acude no sólo con el objetivo de
moverse en el territorio lúdico, sino además con la finalidad de conducir al
ingenuo lector por los recovecos de un mundo perturbador y mágico.
Es necesario ir conectando al pacífico
Aureliano de los comienzos del relato con el aguerrido coronel en que terminará
transformándose a medida que las circunstancias y los hechos vividos así se lo
exijan. El narrador anuncia algo que recién explicará en todo su alcance en las
páginas 114-115 de la edición aquí consultada. Se crea una expectativa que es
parte de una manera tradicional de contar los hechos, pero que implica a la vez
una suerte de trampa para el desprevenido lector, el cual cuando llega a las
páginas aludidas presumiblemente ya esté convencido de la muerte del coronel. Y
lo estará en la medida en que no haya leído con la atención imprescindible el
primer párrafo de la página 94 en donde quien cuenta los acontecimientos nos
ofrece, en apretada síntesis, la biografía literaria del coronel Aureliano
Buendía.
A esta altura de mi análisis se impone la
necesidad de explicar los dos pasajes presentados sucintamente en el párrafo
anterior. Lo haremos, como dice el propio Márquez en algún momento “empezando
por el principio”[4].
2.
El coronel Aureliano Buendía promovió treinta y dos levantamientos armados...[5]
El narrador de Cien años... se ve en la necesidad de decirnos quién es realmente
Aureliano Buendía, el segundo de los hijos de la loca familia y para ello
señala:
El coronel
Aureliano Buendía promovió treinta y dos levantamientos armados y los perdió
todos. Tuvo diecisiete hijos varones de diecisiete mujeres distintas, que
fueron exterminados uno tras otro en una sola noche, antes de que el mayor
cumpliera treinta y cinco años. Escapó a catorce atentados, a setenta y tres
emboscadas y a un pelotón de fusilamiento. Sobrevivió a una carga de estricnina
en el café que habría bastado para matar un caballo.[6]
Al mejor estilo de
las bienaventuranzas de Jesús, de muchos de nuestros caudillos latinoamericanos
de la revolución y, ¿por qué no? de tantos otros que sostienen como una
justificación prematura que no es importante ganar, sino tan sólo competir, el
narrador nos dice de tantas y tantas batallas en las que participó el insólito
personaje sin obtener el triunfo en ninguna. Treinta y dos es un número próximo
al glorioso treinta y tres que eran los años del citado Cristo en el momento de
morir, con lo que parece aludirse que a grandes derrotas sólo siguen otras
tantas, pero que en lo más profundo conservan el sabor del triunfo alcanzado al
interior de nuestro espíritu, el cual es el mejor y el más puro, porque todos
los otros aparecerán contaminados por acciones humanas irrelevantes. Podrán
pensar los eventuales lectores de estas líneas que: “No se conforma el que no
quiere”; aún así me empeño en sostener que la veleidosa condición de este
liberal empedernido lo condujo a pensar que la acción considerada en sí misma
sin buscar ninguna otra cosa más allá de ella, aparece revestida de una cuota
de gloria que nada ni nadie le podrá arrebatar.
Es una muestra de lo explicado también,
esos diecisiete hijos varones que no sólo son medio hermanos entre ellos, sino
que además tienen un padre común que apenas los llegó a conocer realmente. Son
diecisiete hombres malogrados en una sola noche antes de que el mayor cumpliera
los treinta y cinco años. Esta cábala numérica que tan bien explica Rogerio
Ramírez en su tesis La función de los
números en Cien años de soledad de Gabriel García Márquez,[7]
constituye una muestra constante en este autor y en sus obras de una necesidad
impostergable de explicar al mundo desde una visión mágico-realista en donde
los hombres no pueden escapar a una especie de destino preconcebido que a la
manera griega persigue nuestras conciencias.
El narrador complementa en seguida al
señalar que también Aureliano consiguió librarse de la muerte en catorce
atentados, en setenta y tres emboscadas y en un pelotón de fusilamiento. Y, por
si no alcanzara con todo lo dicho, también sobrevivió a una carga de estricnina
que le pusieron en el café.
Cualquier lector atento podrá observar que
aquí se borra la posibilidad de haber muerto en el pelotón de fusilamiento
anunciado en el comienzo, aunque todavía no se dice de qué forma lo consiguió.
Además, el estilo se mueve entre lo
sintético y lo analítico, entre aquello que aparece magistralmente condensado
en pocas palabras y lo que será explicado pormenorizadamente en posteriores
intervenciones del acertado narrador.
Aureliano Buendía reviste la condición del
hombre interminable, del caudillo incansable que va tras sus objetivos sin
prestar mayor atención ni a la vida ni a la muerte. Sabe que está vivo porque
camina, come, duerme y defeca; la inminencia de la muerte no le quita el sueño
y la imagen del propio Dios aparece borrosa y sin mayor sentido en el horizonte
de su existencia. Se entrega a la causa revolucionaria que al comienzo detestó,
y lo hace porque quiere salvarse de una responsabilidad histórica, porque desea
demostrarse y demostrar a los demás que su guerra no reviste una condición
individual, sino que se proyecta hacia los otros para tratar de darles un mundo
mejor.
Todo lo señalado podría resumirse en
bonitas palabras que tarde o temprano terminan siendo el punto de apoyo de quienes
se entregan a estas causas inexplicables de la existencia. Con mucha sutileza
el narrador parece burlarse de estos caudillos que han recorrido la geografía
heroica de nuestro continente y que —al menos con muchos de ellos así sucede—
han fracasado en sus búsquedas, si por fracaso entendemos la ausencia de logros
inmediatos como le aconteció al coronel de esta novela. Volvemos a la premisa
anterior que no deja de recordarnos el carácter de la búsqueda fáustica: lo más
importante es hurgar en las sombras de lo desconocido, encontrar queda relegado
a un tímido segundo plano; la acción vale por sí misma y no requiere de logros
que la justifiquen. Alguna vez dije en mi libro sobre Fausto[8] que
aunque la acción no sea axiológicamente “buena” igual alcanza relevancia aunque
parezca satánicamente implantada.
3.
El martes a las cinco de la mañana...[9]
Si nos trasladamos al momento en que
Aureliano está frente al pelotón de fusilamiento entenderemos en su verdadero
alcance lo que aquí ha sucedido. Dice el narrador:
El martes a
las cinco de la mañana José Arcadio había tomado el café y soltado los perros,
cuando Rebeca cerró la ventana y se agachó de la cabecera de la cama para no
caer. “Ahí lo traen”, suspiró. “Qué hermoso está”. José Arcadio se asomó a la
ventana, y lo vio, trémulo en la claridad del alba, con unos pantalones que
habían sido suyos en la juventud. Estaba ya de espaldas al muro y tenía las
manos apoyadas en la cintura porque los nudos ardientes de las axilas le
impedían bajar los brazos. “Tanto joderse uno”, murmuraba el coronel Aureliano
Buendía. “Tanto joderse para que lo maten a uno seis maricas sin poder hacer
nada.” [...] Cuando oyó el grito, creyó que era la orden final del pelotón.
Abrió los ojos con una curiosidad de escalofrío, esperando encontrarse con la
trayectoria incandescente de los proyectiles, pero sólo encontró al capitán
Roque Carnicero con los brazos en alto, y a José Arcadio atravesando la calle
con su escopeta pavorosa lista para disparar.[10]
Los hechos no se han
dado como parecía sugerirse en el comienzo. La vida del coronel es rescatada de
la muerte por la intervención certera y feroz del hermano mayor, quien vivía
hacía ya bastante tiempo en las afueras de Macondo con Rebeca, la hermana
postiza y esposa fiel que lo acompañará hasta su muerte.
Los acontecimientos explicados hasta aquí
no son más que una mínima parte de la novela centralizada en el segundo de los
hijos. Faltará saber sobre la vida y acciones de José Arcadio —padre e hijo
fundamentalmente—, sobre las búsquedas incansables del patriarca de esta casa
que termina amarrado a un castaño, víctima de su locura luminosa, sobre la
presencia gigantesca de Úrsula Iguarán, la madre y abuela legendaria que con
sus acciones incansables mantiene unida a la familia hasta lo imposible.
La lectura de esta novela le permitirá al
lector completar los espacios que aquí quedan vacíos como consecuencia de la
redacción de un mínimo ensayo crítico sobre esta obra del colombiano genial.
[3] “Motivo ley”, generalmente reiterado
por el escritor con la finalidad de marcar pautas y guiar al lector a lo largo
del relato.
[4] El autor aquí comentado en una
novela posterior, de 1985, titulada El
amor en los tiempos del cólera, dice refiriéndose a uno de sus personajes:
Florentino Ariza que éste “Empezó por el principio”.
[6] Idem.
[7] Cfr.
Rogerio Ramírez Gil. La función de
los números en Cien años de soledad de Gabriel García Márquez, Tesis para
obtener el título de Licenciado en Letras Latinoamericanas, Toluca, México,
2005.
[8] Cfr. Luis Quintana Tejera.
El pensamiento filosófico a través de la
propuesta romántica de Goethe en el Primer Fausto, Toluca, UAEM, 1997.
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